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¿Cuánto cuesta morirse?

En una sociedad donde la muerte es un tema tabú, donde nos bombardean con mensajes publicitarios que evitan hablar de la finitud de nuestra existencia, reflexionar socialmente sobre la muerte es un ejercicio que sobreviene simplemente por accidente.

El único salvaconducto que ofrece nuestra mercantilizada sociedad para afrontar cualquier tabú es muy simple: su comercialización. De esa manera, si bien no se habla y se elude toda reflexión sobre la muerte, por el contrario sí se negocia en torno a los servicios que se requieren para el fallecimiento de un ser querido.

Y es que morir no resulta precisamente barato. La lógica del mercado se muestra aplastante en los momentos en los que la inmediatez de los servicios funerarios se requieren con urgencia, lo que los economistas denominamos de forma inelástica. Cualquier necesidad que se revele en el mercado como imperiosa e inelástica tiende a elevar el precio del bien o servicio que se demanda.

En las capitales de provincia de España, si sumamos los costes del velatorio, el ataúd, el sepelio o la incineración, además de flores, coche, esquelas, etc el precio se puede disparar de media por encima de los 3.500 euros.

Si bien hay una gran disparidad entre ciudades -lo que situaría a Barcelona como la más cara, alcanzando casi el doble de la media nacional, y a Cuenca como la más barata, un 35% por debajo de la media-, lo que caracteriza las diferencias de precio en servicios funerarios es la disparidad dentro de una misma ciudad pues lo normal es contratar los servicios funerarios en la misma ciudad del finado. Esta dispersión dentro de los municipios alcanza en promedio unos 900 euros. Es decir que entre la mejor y la peor oferta hay una cuantiosa diferencia a tener en cuenta.

Pero si las personas disponen de libertad para contratar estos servicios, ¿por qué se dan estas diferencias? Lo lógico sería que ante un servicio tan parecido todos acudieran al servicio más barato, es lo conocido en economía como competencia a la Bertrand, y en consecuencia sólo observásemos un precio único y ajustado al coste de provisión del servicio.

En realidad, la explicación pasa por la opacidad en la información presupuestaria de dichos servicios. Para que se dé una sana competencia en un mercado, la información completa es un requerimiento básico. Lo que se pone de manifiesto en este sector es el recelo de las concesionarias para revelar el precio de sus servicios y así evitar comparativas; cuando poder comparar es la base de la libre competencia.

Por otra parte, se puede comprobar que un mayor número de concesionarias por ciudad permite precios más ajustados. En un análisis de estimación econométrica utilizando los precios medios de los servicios funerarios de 52 ciudades españolas se puede constatar que el incremento en una unidad del número de funerarias reduce el precio medio en unos 220 euros por servicio.

En consecuencia, a pesar de veinte años de ley que liberalizaba lo servicios funerarios, el sector se caracteriza por la falta de concurrencia y la falta de información en el mercado que conducen a unas tarifas muy superiores a los costes asociados a los servicios funerarios.

Se podría argumentar que ciudades como Barcelona con una mayor renta per capita disponga de servicios más caros, siendo la renta de los habitantes uno de los determinantes más importantes dado los costes salariales y el coste de oportunidad. Pero si fuera cierto, durante la crisis, cuando la renta retrocedió una media de un 8%, debería haberse traducido en un retroceso en los precios de los servicios funerarios. No obstante esto no se ha dado, mostrando repuntes hasta del 50% en los últimos 10 años.

En consecuencia, la renta no es un factor determinante, mientras que la falta de competencia y de información sí que en parte da explicación a las diferencias de precio de servicios funerarios entre ciudades y dentro de cada ciudad.

Las familias, en previsión, muchas veces se plantean la contratación de un seguro de decesos. Por una prima mensual se aseguran que llegado el momento, se sufraguen los costes de los servicios funerarios. No obstante, no pocos estudios disuaden de su contratación.

En promedio y dada la esperanza de vida actual en España, es fácil demostrar los sobrecostes. Si un individuo comenzase con 45 años a realizar aportaciones a un seguro de decesos, acabaría abonando casi un 50% más que los costes del servicio; mientras que si comenzase con 65 años podría alcanzar un 85% de sobrecoste. Es decir que en cualquier caso resultaría de mayor provecho que la familia ahorrase de forma previsora esa cuantía mensualmente sin necesidad de contratar ningún seguro de decesos.

Lo primordial ante una experiencia de muerte cercana es poder centrarse en dicha experiencia y despedirse del ser querido sin que nada nos inoportune. Pero este trance no debería servir a los mercaderes del templo para aprovecharse de la necesidad.

Por eso mismo, resulta interesante, y en la medida que se pueda, que la familia sea previsora con este tema y que el día del fallecimiento delegue en un pariente emocionalmente no condicionado para poder tomar decisiones con serenidad.

Así pues, existen grandes incentivos para mantener el tabú de la muerte pues de esa manera se impide la previsión, se obvia exigir información sobre los servicios, se evita realizar comparativas, en consecuencia, se elude la competencia.

Al final corremos el peligro de que al mercantilizar lo que envuelve a la muerte obviando la propia muerte, los mercaderes del templo acaben por monopolizar el espacio y oculten el propio templo.

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