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Todo o nada: La gran apuesta de Eddie

Como retrato de la ludopatía, Todo o nada está más cerca del remake de El jugador que protagonizó Mark Walhberg que del original, mucho más duro y más nihilista, que tenía a James Caan al frente. Pero no por una cuestión, como le ocurrió a Rupert Wyatt, de miedo a soliviantar al espectador contemporáneo, de hacerle enfrentarse a una realidad incómoda, sino que, sencillamente, la intención de Joe Swanberg no era la de profundizar en la naturaleza de la adicción.

Lo que quería era utilizarla como excusa para construir, mano a mano con su actor fetiche, Jake Johnson –y con cierto aire de noir contemporáneo–, otro relato de adultos perdidos, incapaces de encauzar una existencia cuyo sentido no alcanzan a comprender, como los que forman el grueso de su filmografía como director.

De hecho, casi puede decirse que Todo o nada forma una especie de trilogía, o si se quiere, de triángulo creativo, con las anteriores colaboraciones de Swanberg y Johnson. Como Colegas de copas, incide en los comportamientos adictivos y de qué manera pueden utilizarse como forma de evadirse de la realidad –y evitar enfrentarse a ella–; y como Reencontrando el amor, aborda, a partir de la metáfora, la necesidad de su protagonistas de encontrar su lugar en el mundo.

Desde esa perspectiva, la timba de cartas climática del filme que aquí nos ocupa no debe entenderse, simplemente, como un mecanismo dramático para resolver (o no) las cuitas de Eddie (Johnson), sino más bien como una proyección de su necesidad de dejar atrás sus miedos y apostar de una vez, de forma decidida, por las ganas de vivir y de superarse día a día que le provoca su relación sentimental con la enfermera Eva (Aislinn Derbez).

Como ocurre con el resto de trabajos de Swanberg, se nota que en Todo o nada no había un guión previamente escrito. Cierto es que, debido a ello, a los diálogos les falta el ritmo y la métrica que les proporcionaría un trabajo más concienzudo de escritura, pero, a cambio, la labor de los intérpretes desprende una espontaneidad, una autenticidad, que refuerza la humanidad de sus personajes.

De ello se benefician, sobre todo, las interacciones entre Johnson y Derbez –especialmente, teniendo en cuenta que él es un improvisador nato, como dan fe sus gags en la sitcom New Girl–, cuya química va desplegándose en pantalla de forma natural, como evolucionaría en un romance de verdad.

A esa sensación de verismo contribuye el trabajo de fotografía de Eon Mora, a quien Swanberg ha recuperado de su serie Easy –que ya había trabajado como ayudante de Ben Richardson en sus colaboraciones con el director–, y que combina el uso del formato 16 mm y la cámara en mano para dotar a Todo o nada de cierto aroma hiperrealista.

El grano que el celuloide aporta a los encuadres, y la relación orgánica que éstos establecen con los actores, le dan al largometraje una naturalidad que relativiza la ausencia de gags convencionales: tampoco la intención del proyecto es la de hacer carcajear a su público. Más bien conmoverlos y hacerlos, en todo caso, reflexionar un poco sobre su propia relación con la edad adulta.

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