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Las desconocidas aportaciones católicas en la historia de los EEUU

La posición de los católicos en Estados Unidos no siempre ha sido fácil, más bien al contrario.
 
De estar perseguidos (en Maryland, en tiempos de la independencia, los hijos podían ser arrebatados legalmente a sus padres y enviados a familias protestantes si estos intentaban educarlos en la fe católica) al actual Tribunal Supremo, en el que de 9 jueces seis se dicen católicos, el camino ha sido largo.
 
Es lo que nos explica Jorge Soley en un interesante libro que acaba de publicar Stella Maris con el título de La historia de los Estados Unidos como jamás te la habían contado.
 
Leyéndolo comprendemos las dificultades iniciales, derivadas del marcado carácter puritano que llevaron a Estados Unidos los colonos que se embarcaron en el Mayflower, escapando de Inglaterra y tras fracasar en sus intentos de asentarse en Holanda.
 
Podrá parecer algo muy lejano y anecdótico pero, explica Soley, tres presidentes estadounidenses del siglo XX (Franklin D. Roosevelt, George H. Bush y George W. Bush) son descendientes de uno de los pasajeros del Mayflower, John Howland.
 
Pero la hostilidad anticatólica no provenía únicamente de las filas protestantes, sino que el iluminismo masónico, muy presente también en ciertos ambientes poderosos e influyentes también jugó su papel.
 
Un ejemplo curioso del intento de amoldar el mensaje cristiano a la mentalidad ilustrada lo protagonizó el presidente Thomas Jefferson, que se entretuvo expurgando los Evangelios de lo que él consideraba eran opiniones corruptoras. El Jesús del Evangelio según Jefferson no hace milagros, no se proclama Hijo de Dios ni asciende a los cielos después de morir crucificado.
 
Junto a estos dos enemigos externos, señala Soley dos riesgos internos que tuvo que afrontar la Iglesia católica en Estados Unidos: por un lado la tentación de amoldar su mensaje al mainstream norteamericano, lo que León XIII designaría, para condenarlo, como americanismo, y los intentos de crear una Iglesia nacional desligada de Roma al estilo de la anglicana.
 
Esto último puede parecer improbable, pero a punto estuvo de suceder: por fortuna Roma reaccionó con rapidez, creó dos nuevas diócesis en Virginia y Carolina del Sur y el asunto quedó para los libros de historia.
 
El lento caminar de los católicos hacia el pleno reconocimiento se fue haciendo poco a poco, explica el libro. La realpolitik de George Washington en tiempos de la guerra de independencia ayudó a dar los primeros pasos: interesado en mantener la neutralidad de Canadá, Washington mantuvo una actitud respetuosa hacia los católicos e incluso prohibió la quema de efigies papales, que tenía su origen en la conmemoración inglesa del fallido complot de la pólvora y la detención de Guy Fawkes.
 
Otra guerra, la civil, fue también importante para que los estadounidenses no católicos vieran a sus compatriotas católicos como ciudadanos de primera. El papel de las monjas católicas, cuidando incansablemente de los heridos de ambos bandos, abrió los ojos a muchos.
 
Y aunque no fue una guerra declarada, los disturbios que en Indiana enfrentaron durante varios días a alumnos católicos de la Universidad de Notre Dame con militantes del Klu Klux Klan obligaron al Gobierno a intervenir encarcelando a la cúpula del Klan: empezaba gracias a esta prestigiosa universidad católica el declinar de la antes poderosísima organización racista.
 
Pero de la lectura del libro también se desprende que el progresivo reconocimiento de los católicos en Estados Unidos también se consiguió gracias a pequeños pasos protagonizados por católicos con el empuje que ese país de frontera requería.

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