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Italia; la vía de los santos entre escombros

La primera oración, devota o laica, debería ser recitada frente a la abadía de San Eutiquio y no en la basílica de San Benito de Norcia. La abadía se encuentra en el territorio de Preci, provincia de Perugia, desde hace quince siglos. Es uno de los monasterios más antiguos de Europa y fue fundado por San Spes, San Eutiquio y San Florencio. Benito pasó por allí: se dirigía a saludar a su querido amigo Spes «quien durante cuarenta años soportó la ceguera con admirable paciencia», como escribió el Papa Gregorio Magno.

Cuando falleció Spec, una paloma salió de su boca. Eutiquio y Florencio eran muy buenos amigos, por lo que cuando Eutiquio se hizo abad, Florencio le pidió a Dios que le diera un compañero, y Dios le dio un oso que le cuidaba las cabras. Celosos de un prodigio semejante, algunos monjes del monasterio de Eutiquio mataron al oso y la maldición de Florencio cayó sobre ellos: todos murieron, tal vez debido a la peste. Florencio se arrepintió, se volvió monje y después santo. También esta, con sus dulces leyendas, forma parte de la historia de Europa. Y no se trata solo de leyendas: seis siglos más tarde, la abadía fue visitada por Francisco de Asís, quien se dirigió a ella debido a la fama de su escuela de cirugía. La abadía se había convertido en un punto de referencia para toda la zona, extraviada desde la caída del Imperio romano y las invasiones bárbaras. La cultura se encontraba allí dentro, la disciplina médica, las virtudes de las hierbas, pero también la biblioteca con sus códigos y manuscritos.

En la abadía se vivía según la regla benedictina, es decir las reglas de la vida monastica que dictó San Benito, que en la segunda mitad del primer milenio se difundieron por toda Europa; De esta manera, la vida monastica adquirió una unidad espiritual y cultural, con consecuencias sociales y económicas que sustituyeron la perdida unidad política de Roma («debemos preguntarnos a cuáles excesos habría llegado la gente de la Edad Media si no se hubiera elevado la voz gran y dulce de Benito», escribió Jacques Le Goff). En la actualidad, después de los terremotos que han sacudido la Italia central en los últimos meses, los fieles consideran un buen signo el hecho de que haya quedado de pie por lo menos la fachada de la basílica, con las estatuas de Benito y de su hermana Escolástica, también santa. Los dos se veían una vez al año. Durante su última conversación, Escolástica habría querido quedarse a platicar un poco más, pero ya se había agotado el tiempo. Sin embargo, llegó una tormenta, por lo que Escolástica tuvo que quedarse con su hermano otra hora. Pocos meses después ella falleció, y Benito la vio elevarse hacia el cielo con el cuerpo de una paloma.

Si en la actualidad Europa es (o quisiera ser) un mundo construido sobre las conquistas del laicismo y sobre la tradición religiosa, buena parte de Europa nació aquí, entre estos burgos atormentados por viejos y nuevos terremotos, entre estos caminos que recorrieron los santos más amados e invocados por los fieles, como Santa Rita, cuya iglesia en Cascia sufrió grandes daños, que vivía entre leprosos y pobres con la idea de cargar su cruz con ellos (y, claro, para llevarla mejor se flagelaba). Cuando falleció (en el siglo XV), todas las campanas de Cascia se pusieron a repicar, incluida la del monasterio al que entró desde lo alto pocos años antes, en brazos de San Juan el Bautista, San Agustín de Hipona y Nicolás de Tolentino, que todavía no hacía sido canonizado. Pero Nicolás se habría vuelto santo, gracias al impulso de un culto por un sacerdote que en el siglo XIII rezaba, ayunaba y pasaba más allá del rigor del tiempo distribuyendo sonrisas y dulzura.

Hoy, la Basílica que contiene sus restos, menos los brazos (que se separaron de su cuerpo sangrando cuarenta años después de su muerte), no puede ser visitada por los daños que sufrió durante los terremotos, así como las iglesias (dañadas o destruidas) dedicadas a San Francisco en Amatrice, en Acúmoli, en todas las Marcas y en Úmbria. Tampoco se puede entrar a la catedral de Macerata, con las pinturas que representan la historia del patrón de la ciudad, San Julián el Hospitalario, un flamenco que nació en 1631 y escapó a Italia porque durante una cacería un ciervo predijo que habría asesinado a sus padres. Huyó, pues, de la culpa que todavía no había cometido, para no cometerla; pero sus padres no lo entendieron y fueron a buscarlo, hasta que lo encontraron mientras él se encontraba fuera de su casa: la esposa de Julián les da alojamiento y les deja dormir en la habitación nupcial, por lo que cuando Julián vuelve a su casa piensa que su esposa lo traiciona y mata a quienes ocupaban el lecho. Cuando descubre que la premonición del ciervo se había cumplido, se dedica a la santidad, y salva a Dios que lo puso a la prueba bajo la forma de un leproso.

Así, pasando de un pueblito a otro, pocos kilómetros de destrucción, y de una leyenda a otra, de un fundamento místico a otro, se llega a Camerino, en donde se ven los escombros de uno de los muros del monasterio de Clara de Asís, la santa que recibió de Francisco el sayo de penitente. Santa Clara, que había huido de su noble casa paterna, se retira en una construcción que se encontraba al lado de la iglesia de San Damián con mujeres y jóvenes cuyo destino de pureza era claustral y que se habrían dedicado a la pobreza, a la oración y al prójimo. Nacieron de esa manera las Damianitas, que el mundo conocería como Clarisas.

Después, más allá, se llega a Bagnoregio, y se ve con graves daños la iglesia de San Donato (del IV siglo), quien durante la misa arregló el cáliz que habían destruido los paganos. Aunque le faltara el fondo, el cáliz podía contener el vino sin que se derramara. Más allá está Tolentino, y se ve la capilla gravemente afectada en la que se encuentra el sarcófago de San Catervo (del siglo IV), primer evangelizador y patrón de las ciudades. Adentrándose por estos lugares es posible ver de dónde venimos: pequeñas tierras milagrosas de la tradición cristiana. 

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