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Choqué sin querer con el auto del vecino y no se lo dije, ¿por qué me siento mal?

Roberto, accidentalmente golpeo el coche de su vecino que se encontraba de vacaciones. –Bien, pensó, cuando regrese me disculparé y resarciré el daño. Al regresar este, preguntó a los demás vecinos sobre lo acontecido a su coche, quienes le dijeron no saber nada; decidió entonces darle la misma respuesta y no hacerse responsable de lo sucedido, pues se encontraba recortado de dinero, y en esos días, un hijo suyo casado pasaba por problemas y deseaba ayudarlo. Se aferró por ello a la idea de tener un buen motivo para no revelar la verdad.

Pero un buen motivo no hace esencialmente bueno un acto esencialmente malo.

Roberto sabe bien que para que un acto no malo sea esencialmente bueno ha de hacerse por un fin honesto, aun así, días después invita a su fiesta de cumpleaños a su vecino con la intención de tranquilizar su consciencia y de paso borrar cualquier posible sospecha. Pero lo cierto es que…

Es así, que el saber mucho de moral no hace necesariamente a un hombre bueno, si se carece de la virtud esforzadamente conquistada de andar siempre en verdad.

Roberto es un buen hombre, o… ¿ha dejado de serlo?

Cuando Roberto golpeo aquel coche fue un “acto del hombre” es decir solo un acto involuntario del que muy bien pudo sentir pesar, disculparse y reparar el daño, enalteciendo el valor de la amistad y su propia dignidad. Ahora la decisión de no decir la verdad, ni hacerse responsable, no es ya un “acto del hombre” sino un “acto plenamente humano” porque en el que participan su inteligencia y voluntad en un acto libre, pero contrario a los valores de la justicia, el honor y el respeto. Un acto malo que abarca toda su persona, pues suyo es el acto injusto.

Ahora, si quiere recuperar su integridad, es necesario un arrepentimiento que lo lleve ya no a disculparse sino a pedir perdón además de reparar el daño, cosa más difícil, más no imposible.

Además de quebrantada su consciencia, la decisión de ocultar y mentir sobre el hecho lo ha separado de su vecino y del resto de los vecinos, porque ante todos no quiere aparecer tal como realmente es. Lo más grave, aunque quizás no sea consciente de ello, es que se aparta de Dios.

Solo cuenta con su voluntad de perseverar en la mentira, aislándose de los demás, luchando por endurecer su consciencia, sin que pueda impedir sentir una dolorosa distancia entre lo que se ha convertido y el hombre honesto que era y que desea ser.

El único camino para volver a una vida congruente y hacer saltar la dureza a la que se aferra, es el arrepentimiento que rompa la rígida estructura que mantiene su voluntad en la falta.

El arrepentimiento empieza por admitir sin justificaciones una falta, una norma rota correspondiente a un valor al que se puede faltar por los más diversos motivos y siempre por debilidad, malicia o cobardía. Al hacerlo se duele con un dolor de amor debido en justicia y brota en lo más íntimo del corazón el deseo consciente de reparar.

Es una vuelta a la orientación fundamental de la voluntad en cuanto a su fin natural y a los valores que la perfeccionan, pero sobre todo, un regreso hacia el valor más trascendental que consiste en el cumplimiento de los deberes relativos a la relación con el creador.

La propuesta espiritual cristiana ha sido siempre la del hijo pródigo: el de quien camina hacia la luz, confiando en el perdón y el amor del Padre.

Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.” Y, levantándose, partió hacia su padre. «Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo.”

El arrepentimiento admite que el bien último querido por la voluntad no es objeto de elección libre, en el sentido de que nuestra autonomía no nos hace independientes de Dios. Somos libres, sí, pero solo acerca de los medios y los fines particulares que se nos presentan de cara a ese fin último.

De otra forma el arrepentimiento carecería de sentido ¿arrepentirme? ¿Para qué y por qué?

Finalmente Roberto encara a su vecino y le cuenta la verdad. Su vecino lo aprecia, acoge su sinceridad y reconociendo el valor que ha requerido para decidirse reconocer su falta y pedir perdón, guarda discreción.

Roberto ha vuelto a sonreír con plena sinceridad por el regreso a esos fines profundos, a esos valores, su ser entero queda trasformado de nuevo.

Por Orfa Astorga de Lira. Máster en matrimonio y familia, Universidad de Navarra.

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