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Cómo vivir la pobreza en el Vaticano

Aleteia Llaman “comunista”, a Francisco. Y, por ahora nada nuevo en la historia del papado moderno. Llamaron “comunista” a Juan XXIII, cuando proclamó la distinción entre el “error” y el que lo comete, entre los movimientos políticos e ideológicos y los que se adhieren a ellos.
 
Llamaron “comunista” a Pablo VI, que ya en Milán era llamado el ”arzobispo rojo” por su defensa de los obreros. E incluso llamaron “comunista” también al que tuvo una parte decisiva en la caída del Muro, a Juan Pablo II, porque afirmó que el ocaso de un sistema (el marxismo) no significaba necesariamente la victoria del otro (el capitalismo).
 
Y ahora, era de esperar, acusan de comunismo a Francisco, el Papa venido del Sur del mundo y que ha dado voz a los deseos de liberación de los pobres, a sus exigencias de justicia, e incluso a su rabia. El Papa que ha dicho no a la “cultura del descarte”, a la ”economía de la exclusión y de la iniquidad”.
 
El Papa que ha usado palabras fuertes, nunca antes oídas, para denunciar los efectos perversos del imperio del dinero, de un capitalismo que ha llegado incluso a negar el primado del ser humano, y de una globalización sin puntos de referencia éticos, dejada a sí misma, sin controles, sin frenos.
 
Así que, como decíamos, nada nuevo. Lo ha observado Francisco, pero podrían haberlo hecho sus predecesores: “…si hablo de esto, para algunos el Papa es comunista. No se comprende que el amor por los pobres está en el centro del Evangelio”.
 
Y sin embargo, al revisar estos dos años de pontificado, se intuye que hay algo más, algo que debe comprenderse mejor. Me refiero a las críticas, procedentes en general de ambientes católicos, que se concentran – más que en los discursos y en las posiciones del papa Bergoglio – en sus comportamientos personales, sus gestos, en resumen, en el “modo” como afronta y vive el problema pobreza.
 
Está claro, no se trata de las críticas, sinceramente ridículas incluso ofensivas, que se hacen sobre su excesiva sobriedad al vestir (por haber conservado su cruz pectoral de hierro, los zapatos negros, y los pantalones negros bajo la túnica blanca), el hecho de que va a pie dentro del Vaticano, o el empleo de automóviles más pequeños en lugar de los suntuosos de antes.
 
Me refiero a las acusaciones de populismo, sino incluso de demagogia, que le hacen por ciertas elecciones que ha hecho, como la de vivir en la casa-hotel de S. Marta; y, sobre todo, por las iniciativas hacia los sin techo que acampan bajo la columnata de Bernini: como invitarlos a desayunar por su cumpleaños, la instalación de duchas y barbería, y el haberles sentado en primera fila en el concierto del Vaticano…
 
Naturalmente, quien tenga aún una idea monárquica del papado no puede dejar de fruncir el ceño. Quien teme una banalización de la figura pontificia, no puede evitar una reacción instintivamente negativa. Peor aún para quien está convencido que el papa hace esto para “gustar”, para aumentar el consenso ya enorme del que goza.
 
Todos estos olvidan el itinerario humano y espiritual de Bergoglio. Olvidan que, cuando decidió hacerse sacerdote, comprendió inmediatamente que su sacerdocio, para estar en sintonía total con el Evangelio, debía ponerse al servicio de los más necesitados, y por tanto realizarse a partir de compartir plenamente la pobreza. Y también, se olvida su procedencia de un catolicismo que ha llevado a cabo esa extraordinaria elección evangélica que es la opción preferencial por los pobres. Finalmente, se olvida de que Bergoglio, ya de obispo, vivió como pobre entre los pobres. Y que la decisión de llamarse Francisco, al ser Papa, quería decir asociar solemnemente, no solo su pontificado, sino la Iglesia entera, a los pobres y a la pobreza.

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