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Ernesto Cardenal, ¿monje y poeta? ¿Poeta y monje?

Tiempo, yo te odio. Aunque sin ti no existiera.Y por tu pasar moriré aunque por tu pasar nací.

Ernesto Cardenal

Por Tomás de Híjar Ornelas

Para el caso es igual que Ernesto Cardenal hubiera sido lo uno o lo otro, monje y poeta, poeta y monje, mientras no se pretenda separar del apenas fallecido este binomio de la vida y de su obra.

Su existencia la apagó lo mismo el mero decurso del tiempo –recién había cumplido 95 años de edad–, como achaques de su salud, muy mala en los últimos meses, harnero, empero, que no dudamos cribó el grano de la paja al pie de la cruz, sus convicciones más íntimas, sirviéndole de epílogo a un intenso derrotero existencial que comenzó en Granada, Nicaragua, el 20 de enero de 1925 y concluyó el 1º de marzo del 2020 en la capital del pequeño y sufrido país centroamericano donde también vino al mundo otro vate de incomparable talla, Rubén Darío, cuya existencia terminó de forma prematura una década antes del natalicio de Ernesto, dejándole a él, sin embargo, un legado literario que le marcó para siempre como en su momento lo hizo el del chileno Pablo Neruda.

Gracias al fino tacto del Papa Francisco, Ernesto Cardenal murió rehabilitado de la suspensión del servicio divino (a divinis) que le impuso el Vaticano como castigo a su participación política –fue ministro de Cultura en su patria de 1979 a 1987, durante la primera época del gobierno sandinista de izquierda de Daniel Ortega–, pero conservando también la humildad del religioso, que nunca quiso dejar de serlo.

De noble cuna, como se decía más antes, poseyó desde la infancia una fe católica muy acendrada y tuvo con México una vínculo temprano y hondo desde la pubertad, cuando se matriculó en la UNAM para cursar la licenciatura en Filosofía y Letras, pasando luego a borlarse a la Universidad de Columbia y darle un tiempo de su vida profesional a la traducción, a la teología, a la pintura y a la escultura, cultivando a la par su vocación natural, que fue la de hombre de letras y poeta.

Maduro ya, aunque joven, ingresó a la edad de 28 años al monasterio trapense de Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky, sirviéndole de maestro de novicios el poeta Thomas Merton, con el que mantuvo una relación muy cercana. Muerto éste, concluyó en Cuernavaca los estudios de teología, pudiéndose ordenar presbítero en Managua en 1965.

Al inicio de su ministerio fundó en una de las islas del archipiélago de Solentiname una comunidad contemplativa y encabezó a un grupo de pescadores y creadores primitivistas cuya producción dio de qué hablar en el ámbito artístico internacional.

Aunque en 1997, cuando el sandinismo se convirtió en muñeco de trapo de Daniel Ortega, tomó distancia plena de este grupo, se distanció totalmente de este grupo. Muchos años antes, en 1983, siendo ministro de Cultura en Nicaragua, recibió una severa y pública reprimenda de parte del Papa Juan Pablo II durante su accidentada visita a Nicaragua ese año y al siguiente la pena canónica máxima con la que la Iglesia puede castigar a un clérigo, la suspensión a divinis.

Su obra, de talla mundial, se haya traducida a una veintena de lenguas. Su producción bibliográfica alcanzó el medio centenar de títulos. En el año 2005 fue nominado al Premio Nobel de Literatura. Formó parte de la Legión de Honor, era miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y se le dio el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.

Descanse en paz quien murió creyendo y deseoso de la resurrección de la carne.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 8 de marzo de 2020 No.1286

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