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Marguerite, el secreto de una madre para vivir tras enterrar a su hijo

¿Es posible volver a esperar tras haber enterrado a tu hijo de 22 años? ¿Es posible volver a sonreír tras años de desprecio, malos tratos y, por último del abandono de tu marido? Marguerite Tshibalu es un testimonio vivo de cómo el dolor se ha ido convirtiendo en resistencia, la tragedia en unlegado de amor incondicional.

Este es el secreto de esta mujer, nacida en la ciudad congoleña de Kananga, el 19 de septiembre de 1963, quien en un Viernes Santo  de hace ocho años perdió súbitamente a su hijo, Emmanuel, mientras jugaba a baloncesto. 

Del sueño a la pesadilla

Tras haberse casado, siendo aún muy joven, llegó a vivir a Roma con su esposo, quien trabajaba en la delegación diplomática de su país africano. En la ciudad eterna dio a luz a sus otros dos hijos pequeños, ya que Emmanuel, su hijo mayor, había nacido en Congo.

Como muchas otras madres, nos confiesa: “intenté formar una bonita familia, pero fue difícil entre gritos, faltas de respeto, y los desprecios de mi marido. Cuando los niños eran pequeños, me di cuenta que vivir con su padre les ponía en peligro. El maltrato al principio era más bien psíquico, luego llegaron las bofetadas, lo hacía sin testigos para no romper su imagen ya que era diácono permanente y trabajaba con muchos sacerdotes de la ciudad”.

“Medité y recé mucho la decisión de ir a un centro de violencia contra la mujer sabía que eso iniciaría la guerra en mi familia y me daba miedo perderlo todo. Cuando me decidí a ir al centro empezaron las amenazas más peligrosas, tenía terror a que él volviera a casa, vivía con pánico y vivía esto en soledad solo lo compartía con el Señor”. 

“Un día , en medio de tanta violencia, Dios me ayudó por fin. Recibí un mensaje suyo en el que mi marido decía que había vuelto al Congo y así me quedé, sola, con mis hijos, con sus deudas y sin casa. Sentí en mi corazón por fin libertad, el Señor me había quitado el miedo”. 

“En los peores momentos de esos años mi oración era constante, eso me tenía en pie –recuerda Marguerite–. Dios siempre me  ha hablado, y en la Biblia he encontrado la palabra justa para seguir adelante. Pensaba que sabía lo que era sufrir y no tenía nada que ver con lo que empecé a vivir el 22 de marzo de 2011, Viernes Santo, el día en que murió mi hijo”.

Marguerite Tshibalu con su hijo

Viernes Santo de pasión

“Nos preparábamos para ir al Viacrucis. Sonó el teléfono. Era un amigo de Emmanuel. Decía que mi hijo se sintió mal y que fuera corriendo al gimnasio. Salí a medio vestir, sin pensar un segundo que la frase de su amigo,  ‘Emmanuel no se siente bien’, no era real. De hecho, antes de esa llamada, Emmanuel ya estaba muerto. Fue su último tiro a canasta. Se tocó el pecho y cayó al suelo. Muerte súbta. El camino desde la entrada del gimnasio hacia el cuerpo sin vida de Emmanuel era mi Vía Crucis de ese Viernes Santo”.

“Caí de rodillas ante mi hijo y lo abracé con fuerza, quería sentirlo en mi pecho como hace 22 años lo hice por primera vez. Aún sigo sin entender cómo no sentí desesperación. Solo recuerdo serenidad. Inconscientemente hablé con Cristo: ‘Señor esto es demasiado grande para mí, se ha hecho Tu voluntad’”. 

Enterrar a tu propio hijo

“Las horas siguientes fueron horribles –recuerda la madre–: la policía, el juez, la autopsia, el vacío, la cabeza me explotaba. Había tanto ruido y llanto. No entendía nada. Días más tarde, por fin, nos dieron el cuerpo de Emmanuel para poder enterrarle”. 

“Al entrar en nuestra parroquia dirigí mi mirada a la Virgen, pidiendo respuestas: ‘¿Cómo pudiste tú con algo así?’. No dejaba de pensar en que tenía dos hijos más y no tenía respuestas para ellos. La Virgen tenía un plan divino que debía cumplirse, y mi plan para Dios: ¿cuál era? ¿Un hijo muerto?”.

“Camino del cementerio abrí mi Biblia y Dios se hizo presente: ‘Abba –Padre– todo te es posible: aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya’ (Marcos 14, 36). Fue en ese momento cuando pensé que o afrontaba ahora el dolor o no lo haría nunca”.

“Emmanuel, era un chico sano, pero la autopsia desveló que sufría de nacimiento una cardiopatía hipertrófica, y nunca lo supe. Me enteré cuando ya no había nada que hacer. Emmanuel jugaba al baloncesto, estudiaba periodismo, estaba pendiente de mí, era amigo, refugio. Era divertido, detallista. Cuando veía que estaba cansada, él era el que hacía la cena y así mil cosas. ¿Por qué Emmanuel? Confieso que tal vez Dios estaba celoso de mí. En el mismo segundo en el que me viene ese pensamiento, me imagino a Dios como un jardinero, que corta la flor más bonita: esa flor es Emmanuel”.

Aprender a perdonar

“Su muerte ha hecho que pueda perdonar a su padre: esa es la fuerza de mi hijo  y de la Virgen. A veces me despierto llorando y sólo me calma pensar que Emmanuel está en brazos de María. No siento miedo, y sé que, cuando muera, él me estará esperando. Vivo en constante oración, eso me tiene en pie. Dios siempre me habla en la Biblia, me hace leer las palabras que necesito para seguir caminando, por eso siempre la llevo conmigo”.

“No soy mucho, solo una madre que no tiene tiempo ni dinero para quedarse en casa llorando, le lloro como puedo, levantándome a las 6 de la mañana, con tres trabajos y acostándome agotada. El día que murió mi hijo tuve que decidir  si seguir o no el ejemplo de la Virgen, ese Viernes en Jerusalén. Desde mi corazón hablé con Ella: ‘María, madre de Dios, si tu pudiste, ayúdame a mí a poder con esto’”.

Durante estos años, Marguerite ha sentido culpabilidad y vergüenza, cuando ha experimentado algún momento feliz. Con la fe ha ido encontrando la forma de volver a ser ella misma, conviviendo con su dolor. Es consciente de que aún queda camino por recorrer y que su vida transita junto al llanto, pero no se rendirá: la muerte de Emmanuel, sigue doliendo, pero no ha sido en balde,  ha dejado un mensaje de amor y la presencia de Dios en muchos corazones. El dolor dura para siempre pero poco a poco deja salir el amor que también le dura para siempre.

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