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La Carta de los hombres libres

Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Uno de los más grandes servicios que el pueblo de Israel agradece a Dios es haberlo sacado de la esclavitud y llevado a la tierra de la libertad.

Este cambio de situación fue, en primer lugar, un cambio geográfico: de Egipto pasó a la Canaán; además, fue un cambio social al dejar de ser esclavo para gozar de libertad; todo este proceso liberador quedó marcado por un hecho religioso profundo: Israel dejó de ser idólatra, para adorar al Dios verdadero. Su Dios se firmaba Yahvé: Dios libertador. Tres elementos concatenados, que se exigen uno al otro. Para llegar a ser pueblo de Dios, Israel tuvo que renunciar a los ídolos, dejar los ajos, cebollas y el pan de esclavos, y salir de la seguridad para aventurarse a atravesar el desierto. Ni idólatras, ni esclavos, ni cobardes podrán heredar la tierra prometida.

Moisés fue el colaborador de Dios en esta empresa fundamental. Dos problemas iniciales tuvo que resolver: la tentación de volver a Egipto, y el temor al futuro desconocido. Su apoyo era solamente Dios y su promesa.

Israel no sólo recibió la libertad, sino que tuvo que enseñarse a vivirla y a respetar la libertad de los demás. Para eso tuvo que aprender a caminar con Dios, bajo la guía de Moisés. Para lograrlo Dios le dio leyes sabias y prudentes en la alianza que pactó con él en el Sinaí.

Estos son los diez Mandamientos o Decálogo, condición y garantía indispensable para conquistar y vivir en libertad. Dios hace hombres libres; el faraón, esclavos. Para quien entiende las razones de Dios, los mandamientos son el camino para vivir con dignidad.

De los diez Mandamientos se derivaron todas las leyes de Israel y sirvieron de modelo y guía para la sobrevivencia de la humanidad. En la misma Biblia se les adjunta el llamado «Código de la Alianza», que adapta el decálogo al periodo posterior de la ocupación de la tierra prometida. Se encuentra en el capítulo 20 y siguientes del libro del Éxodo. En su rudimentaria formulación se respira un gran humanismo, un respeto sagrado por la vida y por la dignidad de la persona humana y de la creación, cuya garantía es el culto al Dios verdadero. Todo auténtico humanismo es religioso y, desde luego, moral, pues apela a la responsabilidad humana. El hombre debe respetarse a sí mismo, a su prójimo y a toda la creación, bajo la mirada de Dios. No se trata simplemente de un derecho llamado natural o de un legalismo engorroso, sino de un respeto a la persona humana y al don de la vida en toda su amplitud. Todo parte del reconocimiento del Dios verdadero, benéfico y providente, amigo de los hombres, dador de felicidad.

El Código de la Alianza está destinado a salvaguardar la vida y la dignidad humana comenzando por lo más común y ordinario, por la vida simple y sencilla del pueblo humilde que acepta caminar con su Dios; habla al pastor, al campesino, al padre de familia acerca de la vida cotidiana, llena de fragilidad y de tropiezos. Es el programa de Dios para la felicidad del hombre. Aquí encontramos el respeto a la dignidad y a los derechos humanos, fundamentados, no en invenciones de legisladores ideologizados o sectarios, sino en su fuente y origen, en Dios creador. Un derecho que no se fundamente en Dios, es tiranía.

Esta es la moral revelada, es decir, inspirada por Dios, que después culminará con las Bienaventuranzas y el Evangelio de Jesucristo. Es ya una verdadera y auténtica «Carta de los hombres libres».

Publicado en la edición impresa de El Observador del 20 de octubre de 2019 No.1268

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