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La oración es humilde

Por José Francisco González González, obispo de Campeche

La liturgia del domingo próximo anterior resaltaba la importancia de la oración. Con la parábola de la viuda que exige al juez injusto que actúe “pro iustitia”, remarca que la oración debe ser insistente, machacona, para que sea escuchada. Bien dice santo Santiago en su carta bíblica: Dios no da sus dones a los inconstantes.

Ahora, en su continuidad, Lucas 18 avanza, y nos dice que la oración debe ser humilde. Así comienza el texto evangélico: “Dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás”.

A manera de contraste, a estilo de las enseñanzas sapienciales, Jesús enseña con sencillez y maestría. No queda duda del contenido doctrinal ni de la actuación práctica a lo que quiere mover en sus seguidores.

LA ORACIÓN SOBERBIA

Se puede orar, pero con soberbia. Ese tipo de oración no cumple su propósito. Eso es repudiable ante Dios. Otra vez, la magistral narración: “El fariseo, erguido, oraba así en su interior:

“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.

Esa manera de orar, ‘endiosa’ al mismo ‘creyente’. Esa inversión religiosa es peligrosa, y es diabólica. La soberbia atormenta la mente de los hombres más que otras pasiones. La soberbia es el menosprecio de Dios.

Esta soberbia, tan sutil, es la que atribuye lo bueno hecho no a Dios, sino a sí mismo.

El soberbio termina diciendo: Dios me hace hombre; yo me hago justo.

San Agustín señala que el soberbio, agrava su pecado, porque con su palabra ofende a los ausentes y lacera las heridas de los presentes. El orgulloso se distingue del calumniador sólo en la apariencia.

LA ORACIÓN PIADOSA Y SENCILLA

El publicano se postra para orar. Con su actitud muestra la contrición de su corazón. No inventa pecados para llamar la atención de una falsa humildad, que en el fondo es una soberbia maquillada. Más bien, acepta sus faltas objetivas y sus pecados reales. No se atreve, por eso, levantar sus ojos al cielo, porque sus ojos se han regocijado más en ver las cosas de la tierra. Como debe ser, no busca consuelo humano a sus debilidades, sino la consolación de Dios, fuente y origen de todo bien y de toda reconciliación. La medicina contra el pecado se encuentra sólo en Dios. Su conciencia le abatía, pero su esperanza lo elevaba.

El humilde se golpea el pecho. El Señor le perdona su pecado, porque se confiesa de ellos.

Dos conclusiones podemos deducir de esta enseñanza sapiencial: La justicia puede ir unida a la soberbia y el pecado con la humildad. El pecado se sobrepone a la justicia, no por sus propias fuerzas, sino por la virtud de la humildad que lo acompaña.

La otra conclusión es que la humildad supera el peso del pecado, y saliendo de sí, llega hasta Dios. En contraste, el soberbio, por el peso que toma sobre sí, abate la justicia.

¡Señor ten piedad, pues somos pecadores!

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