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La mayor trampa de la relación de pareja

“Esta es la paradoja del amor entre el hombre y la mujer: dos infinitos se encuentran con dos límites; dos infinitamente necesitados de ser amados se encuentran con dos frágiles y limitadas capacidades de amar. Y sólo en el horizonte de un amor más grande no se devoran en la pretensión, ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de la cual el otro es signo”. Esta cita, extraída de una carta del poeta alemán Rainer Maria Rilke (1875-1926) a un amigo francés, desvela con lucidez una de las trampas más grandes de la relación de pareja.

Aunque es cierto que en el corazón de las parejas encontramos el deseo de hacer feliz al cónyuge, también es verdad que esta noble inclinación compite por el primer puesto con el instinto, del todo natural, de la autoconservación. Por ejemplo, a la hora de comer, lo natural es que un niño no piense primero en su hermano. Lo considera más bien como un competidor, casi como una amenaza. Sucede lo mismo en la vida de pareja. En cada uno, la necesidad de ser amado, comprendido y aceptado es por naturaleza más fuerte que la de entregarse y aceptar al otro.

 “Si encerramos esas dos sedes en un pequeño apartamento y cerramos la puerta con llave, si cada uno espera del otro la respuesta a su propia sed, hay riesgo de que se recaliente el ambiente…”

Y seamos claros hasta el final. En el caso de la mujer, esta sed de ser amada, aceptada y escuchada es casi infinita. Le corresponde, en el hombre, una capacidad sin duda menor, claramente no infinita. En cambio, en el hombre reside una sed casi infinita de ser respetado, admirado y deseado… Reconozcamos también que la mujer no es capaz de saciar toda esta sed. Así que, si encerramos esas dos sedes en un pequeño apartamento de la periferia de una capital y cerramos la puerta con llave, si cada uno espera del otro la respuesta a su propia sed, hay riesgo de que se recaliente el ambiente…

Una sed de plenitud, una sed de Dios en última instancia

Es evidente que Rilke no es el único en hacer muestra de esta intuición. Encontramos la misma temática en varios textos de la “Teología del cuerpo” de Juan Pablo II. La encontramos también en Benedicto XVI, en especial en su encíclica “Deus Caritas est“.

Se encuentra ya en las obras de Pierre Teilhard de Chardin, gran teólogo francés del siglo XX. Contemporáneo de Rilke, explicaba en su pequeño ensayo El eterno femenino que cuando un hombre se enamora de una mujer, una fuerza desconocida despierta en él. Se trata de una especie de embriaguez que lo inunda. Es casi como si la mujer fuera una promesa de plenitud de alegría para el hombre.

“La belleza de la mujer despierta en el hombre una sed de plenitud que es, en última instancia, una sed de Dios”.

Pero, al mismo tiempo, Teilhard de Chardin avanza que la mujer es incapaz de mantener esta promesa. Porque ella no es la fuente que corresponde a esta promesa, explica; es más bien el signo. Eso quiere decir que la belleza de la mujer despierta en el hombre una sed de plenitud que es, en última instancia, una sed de Dios. Si el hombre busca colmar esta sed en la mujer, a la fuerza será decepcionado.  Si espera recibir toda esa felicidad de la mujer, entonces —siempre según Teilhard— el hombre podría incluso volverse violento por frustración.

Es importante que la mujer y el hombre sepan que la belleza de la mujer no es la fuente; es el signo que indica la existencia de esta fuente. Cuando la mujer coge la mano del hombre para ir hacia la fuente para obtener juntos su provecho, si los dos se acercan a Dios en la unidad de su pareja y cuando confían en que su felicidad proviene en buena parte, primero, de Él, entonces encontrará la paz de sus almas. Dios no juega con nosotros. ¡Nos toma en serio!

Creo que encontramos esta misma realidad en ese deseo de la mujer de encontrar en el hombre el refugio, seguro y estable, la roca con la cual ella siempre podrá contar y reposar. Es también importante que los dos sepan que el hombre no es la roca en sí, sino el signo de la existencia de esa roca… Para así construir juntos su casa, el hombre y la mujer podrían avanzar juntos hacia la roca que es la Palabra de Jesús (Mt 7,24-27).

“El cónyuge puede ayudarnos a ir en la buena dirección, pero no es la fuente de nuestra felicidad”.

Recordemos a san Agustín. Es conocido por haber buscado primero su felicidad en las criaturas. Se puede decir que se quemó los dedos en el curso de su camino. En su propia carne, ese gran Padre de la Iglesia terminó por comprender que la auténtica felicidad no está en las criaturas, sino en el Creador. Las criaturas —empezando por el cónyuge—, pueden ayudarnos a ir en la buena dirección, pero no son la fuente de nuestra felicidad: “Yo pregunté a la tierra [si era mi Dios] y respondió: ‘No soy yo eso’; y cuantas cosas se contienen en la tierra me respondieron lo mismo. Preguntéle al mar y a los abismos, y a todos los animales que viven en las aguas y respondieron: ‘No somos tu Dios; búscale más arriba de nosotros’” (San Agustín, “Confesiones, capítulo 10).

En mi opinión, ¡es una noticia bastante buena! Porque la relación con el cónyuge es un auténtico don mutuo, un lugar de grandes alegrías. Pero, al mismo tiempo, contiene necesariamente pequeñas imperfecciones que, como consecuencia, nos proporcionan a veces frustraciones inevitables. Olvidamos que estamos en este lugar de aprendizaje que es la tierra. No estamos aún en el paraíso. En vez de permitir que esas imperfecciones se conviertan en causa de exasperación, dejemos que nos recuerden que nuestro cónyuge no es la fuente de nuestra dicha. Ni siquiera debiera serlo. No es más que el signo de que esa fuente existe.

Un signo visible de una acción de Dios invisible

Los sacramentos son el signo visible de una presencia y acción de Dios invisible. Un pedazo de pan no puede hacernos felices, una señal de la cruz no puede darnos la paz del perdón. Pero hacen visible a un Dios que, en la Eucaristía, nos nutre a través del signo del pan. El mismo que nos perdona en la confesión por la señal de la cruz. En ese sentido, la persona es también un sacramento que hace visible a su Creador invisible. De esta forma, tu cónyuge, en toda su belleza y toda su imperfección, podrá ser para ti un signo que recuerda simplemente que la auténtica fuente de paz existe, pero que está en Dios. Como explica el papa Francisco: “al cónyuge no se le exige que sea perfecto. Hay que dejar a un lado las ilusiones y aceptarlo como es: inacabado, llamado a crecer, en proceso” (“Amoris Laetitia”, 218).

¿Cuántas personas abandonan su hogar con la ilusión de encontrar en otra persona la felicidad que el cónyuge no pudo procurarle?  Quizás nadie le dijo que las personas no funcionan así. La felicidad es el fruto de haber amado, de entregarse con fidelidad, sabiendo que la fuente de la alegría no está en el otro, sino en Dios.

Una fuente para aprender a amar

Dos grandes expertos en la vida de pareja, el pastor evangélico John Eldredge y su mujer Stasi, ofrecen este pequeño consejo a las parejas en su brillante libro “Amor y guerra (uno de mis favoritos, ¡de lectura obligada!): “Queridos hombres, queridas mujeres, que la pareja no sea para vosotros el lugar donde buscar vuestra felicidad, sino más bien el lugar para aprender a amar”. Y si eso no bastara, recordemos la palabra del mismo Jesús cuando nos dice: “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,25-33).

Quien busca primero a Jesús, entonces podrá amar mucho mejor a los demás: es una doctrina segura, que ha demostrado su valor durante más de 2.000 años. ¡Os deseo de todo corazón que os convirtáis en testigos de esta hermosa y gran verdad!

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