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La vida es un camino ¡no olvides contemplar!

Me gusta la imagen del camino. Tiene que ver con la vida. Estoy en camino. A veces creo que he llegado y de nuevo me pongo en camino. Dejo un punto de partida. Marco un punto de llegada. Pienso en lo que tengo por delante. Miro hacia atrás con nostalgia.

Muchas veces en el camino no llevo todo lo que necesito. Y me vuelvo mendigo, menesteroso, pobre. Suplico ayuda. Necesito a los otros. A veces me creo tan autosuficiente y no lo soy. No puedo caminar solo. Al menos necesito a alguien a mi lado para no perderme.

Y necesito pedir ayuda. ¡Cuánto bien me hace! Y también yo ayudo a otros a caminar. Les ayudo a llevar sus pesos. Pero no les evito las cargas.

El otro día leía: “Si queremos de verdad a alguien, debemos provocarle más emociones agradables que desagradables, enseñándole a reconducir las desagradables. Sin eliminarlas. Sin evitárselas. La vida tiene sus propias dificultades, que son ineludibles y flaco favor haríamos a quien queremos, si en lugar de ayudarle a superar los obstáculos, nos limitamos a potenciar su incapacidad de superarlos”[1].

El camino tiene sus cruces. No puedo vivir eludiendo los problemas, los contratiempos, escondiéndome en mi miedo a sufrir. Con la incapacidad de mirar a la cara la vida con sus dificultades.

En el camino nunca estoy solo. Algunos acompañan mis pasos un tiempo. Otros vuelven una y otra vez. Algunos se mantienen siempre.

Me gusta pensar que no lo sé todo del camino que recorro. Siempre es distinto. Cada día trae una novedad. No me acostumbro al cambio de paisaje. Y a veces llevo una carga excesiva. Tengo que vaciar mi maleta. Demasiado peso. Hay cosas que me sobran.

Me acostumbro a sufrir en el camino. A veces falta el agua. Demasiado sol. Tal vez el frío. En ocasiones tengo que aprender a vivir con la soledad, mi constante compañera de viaje. El silencio de mis pasos. La paz que guardo en el alma.

Me gusta caminar por el desierto soñando mares inmensos. Y navegar en medio de la tormenta guardando en el alma la paz de la orilla. Porque cada cosa que vivo es parte del futuro que sueño. Y cada cosa pasada es fuego de mis pasos presentes.

No quiero tener claro siempre la dirección que sigo. Pero le pido a Dios que me quite los miedos. Aconseja la sicóloga Mirta Medici “que te expongas a lo que temes, porque es la única manera de vencer el miedo”.

En el camino me expongo a perderlo todo. Y acojo en mis manos mi miedo. Me asusta la noche. Temo no tener lo que ahora poseo. No sé si me faltarán fuerzas más adelante para seguir caminando.

Aprendí que nunca tengo que decidir dejar el camino cuando llego cansado cada noche. Porque con la luz del amanecer las cosas se ven de otra forma.

Y el cansancio me turba el espíritu. No sé si este camino es totalmente el correcto. O si mi forma de recorrerlo es la adecuada. A veces dudo. Tal vez cuando me comparo con otros peregrinos. Me da miedo ir muy despacio. O estar haciéndolo de la forma equivocada.

Tal vez no haya una más correcta que otra. Pero tengo miedo. Y me asusta pensar que la dirección no es la correcta. Por eso necesito que alguien en mitad de mi caminar me confirme mis pasos. En el camino de Santiago son las fechas amarillas las que me reconducen y me recuerdan que no voy mal. Que no me he perdido.

En el camino espero lo que aún no poseo. Y esa esperanza me habla de algo que todavía no llega y forma parte de una promesa.

Benedicto XVI decía en Spe Salvi: “Ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera. Y precisamente porque la realidad misma ya está presente, esta presencia de lo que vendrá genera también certeza: esta realidad que ha de venir no es visible aún en el mundo externo, pero la llevamos dentro de nosotros”.

Espero la meta. Y vivo por anticipado lo que sueño. Esa forma de caminar me da esperanza. Me gusta ver a Jesús caminando a mi lado. Sosteniendo mi esperanza. Dándome ánimos en medio de mis luchas.

Me gusta alegrarme con la paz de los niños. Caminar despacio y de vez en cuando ir más rápido. Tengo la inquietud de los niños que ya atisban la meta. Y se detienen cautivos en un recodo del camino.

No tengo prisa por alcanzar el final. Aunque de vez en cuando me puedan las prisas. Quiero aprender a contemplar más lo que veo. Con tiempo, con pausa. Si contemplo vivo con más calma. “En la contemplación no necesitamos lograr nada. Estamos liberados de la presión de ser eficaces”[2].

No quiero ser eficaz siempre, en todo momento. Quiero ver la vida que rodea mis pasos. Alegrarme con cada paisaje, con cada momento que Dios me regala.

Una persona escribía: Siempre en el camino de Santiago experimento esa fuerza que me impulsa a seguir caminando. Un paso más. Y sigo. Y las cuestas parecen llanas. Y no temo la tormenta. La lluvia que me empapa. Ni ese frío que me hiela. Nada importa. Lo que importa es vivir abrazado a tu presente. A la fuerza de tus alas. Al fuego de tu espíritu”.

El camino se vive en presente. Contemplo mi vida en la fuerza de cada paso. Quiero vivir siempre así, con calma.

[1] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163

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