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Estaba en el lecho de muerte de mi mujer por un único motivo, y no tenía casi que ver conmigo

Permanecía de pie junto a un cuerpo inconsciente mantenido con vida a través de medios mecánicos y medicación. En algún lugar dentro de ese cuerpo estaba mi mujer, Marty. La mantenían con respiración asistida; mi labor de muchos años como su cuidador estaba en espera o quizás terminaría muy pronto.

Hacía varios años que Marty tenía alzhéimer, pero desde que llegó 2017 la situación entró en una espiral descendente. Durante estos últimos tres meses la enfermedad ha estado avanzando notablemente y afectó a su capacidad para andar. En varias ocasiones hasta se olvidó de quién soy yo.

Hace una semana más o menos, quise darle su medicación de la tarde y se negó a tomarlas. Me dijo que no dejaría que un extraño la envenenara. Estoy acostumbrado a que sea impredecible, pero esto era nuevo.

Recurrí a un amigo cercano para que viniera a “identificarme” para Marty. Pero mi esposa seguía impertérrita y se negaba a ceder. Después de una media hora de persuasiones, por fin se rindió y se tomó las pastillas, aunque todavía con dudas.

El pasado jueves, Marty se pasó la mayor parte del día durmiendo. No comió nada. Lo atribuí a las nuevas medicaciones que le habían recetado. El viernes se intensificó su sueño y seguía sin comer. El sábado fue peor y, entrada la tarde, cuando comprobé sus constantes vitales, su nivel de oxígeno estaba en 82.

Los paramédicos la oxigenaron y se la llevaron al hospital. Estaba helada y, según descubrieron, su temperatura interna había bajado a 33 grados. Sospechaban una sepsis, que luego confirmaron.

A las 4 de la madrugada estaba en cuidados intensivos y con respiración artificial. Estaba inconsciente y tuvo que ser intubada.

Entre la maraña de pensamientos en medio de mi conmoción, una idea resaltó clara como el agua. Llamar al sacerdote.

Lo hice de inmediato. De forma instintiva buscaba apoyo y me aprovechaba de mi “ventaja” católica. Me sentó bien hacer aquella llamada. Sabía que la ayuda venía en camino, ayuda para el alma de mi esposa, el margen de lo que sucedía con su cuerpo.

Quince minutos después estaba en la unidad de cuidados intensivos, junto a mi esposa tumbada en la cama que la ataba a la vida. Todas las máquinas y los tubos me dieron la impresión de estar en una película de ciencia ficción. Los ruidos de pitidos y chasquidos de fondo casi parecían la base de una canción raggae. Ella estaba sedada y no tenía ni idea de lo que sucedía.

Poco después, el padre Anthony, mi pastor de la iglesia del Sagrado Corazón, llegó apresurado a la habitación. Siempre he sentido el mayor de los respetos por el sacerdocio y los hombres que llevan el alzacuellos. Pero estaba a punto de entender el sacerdocio católico y el poder que alberga de una forma totalmente diferente.

También estaba a punto de darme cuenta de que el propósito del plan de Dios para nosotros tres juntos en aquella habitación, en aquel momento, estaba listo para desvelarse.

Lo que sucedió a continuación es parte del misterio de la fe. Según dijo santo Tomás de Aquino hace tantísimo tiempo, “para quien tiene fe, no hace falta explicación. Para quien no tiene fe, no hay explicación posible”.

El padre y yo charlamos brevemente y luego él comenzó con su labor. Estaba a punto de administrar el sacramento de la Unción de los Enfermos (antes conocido como Extrema Unción).

Abrió su libro de oración y empezó a leer. Luego tomó óleo santo de un pequeño recipiente dorado, sumergió su pulgar y unció la frente y las manos de Marty con él. Rezó un poco más y entonces sucedió.

Dijo estas palabras: “Por el poder que me ha dado la Santa Sede, te concedo una indulgencia plenaria y la remisión de todos los pecados; en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.

Marty acababa de recibir lo que se conoce como el Perdón Apostólico. Y de repente comprendí todo lo que estaba pasando.

Ella seguía allí, todavía con vida, porque Dios quería que estuviera totalmente preparada para su inminente viaje, un viaje que la llevaría directa al mismísimo Jesús.

Yo estaba allí porque, sin mí, el sacerdote no habría llegado a impartir su poder —el poder de Dios— compartido con él en Cristo, por la virtud de su ordenación como sacerdote de Dios.

El momento pertenecía al padre Anthony, in persona Christi, un sacerdote católico que tenía el poder y la autoridad para impartir este perdón.

Estos son los momentos en que el resplandor del sacerdocio católico brilla con todo su esplendor, porque estos son los momentos en que un sacerdote se pone en la piel de Cristo.

Fue algo hermoso y sobrecogedor que me colmó de humildad. Marty está preparada.

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