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Cuando se pensó que era “un grave error” pintar la Resurrección de Cristo

A través de los siglos, la Resurrección de Cristo ha planteado desafíos particulares al arte cristiano. El arte paleocristiano evitaba directamente el tema, quizás por respeto a los escasos detalles de los Evangelios sobre la descripción del divino evento.

No obstante, después de varios siglos, el regreso de Cristo de entre los muertos se convirtió en una representación popular y la imaginación comenzó a compensar por lo que la descripción bíblica carecía. Desde sorprendentes mosaicos a escenas solemnes pintadas al fresco por Giotto o Piero della Francesca, el Cristo soberano saliendo de su tumba entre los soldados dormidos parecía reconciliar los diferentes relatos evangélicos. Ningún humano vio a Jesús emerger de su tumba, pero gracias al arte, el privilegiado espectador podía verlo.

El Renacimiento, con su amor por la acción y la emoción, empezó a tomarse más libertades con el tema. Caballos encabritados y soldados a la fuga parecían debilitar el silencioso misterio de la tumba vacía encontrada una mañana de Pascua por unas pocas mujeres de luto.

La Edad Media codificó la interpretación de la Escritura en cuatro tipos: literal, moral, alegórico y anagógico. Se había dado prioridad a la literal, sobre todo por santo Tomás de Aquino, pero el triunfalismo del Renacimiento generó unas representaciones artísticas que ni las más alocadas lecturas del Evangelio de Mateo habrían producido. La versión burda pero efectiva de Matteo da Lecce y la obra sumamente afectada de Bronzino se desviaron de la solemnidad del triunfo sobre la muerte hacia algo que se pareciera más al delirio renacentista.

Incluso cuando los reformadores protestantes reivindicaban una fidelidad estricta al Evangelio, el clima de sola scriptura vio paradójicamente una proliferación de interpretaciones bíblicas que llevaron a los fieles más allá del entendimiento tradicional de la Escritura, los sacramentos, los santos y la salvación.

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La Iglesia, ante el creciente número de audaces variantes católicas sobre la Resurrección de Cristo, temió que los artistas estuvieran asumiendo el mismo tipo de libertades interpretativas que los protestantes. En última instancia, surgió la cuestión de si los católicos debían o no patrocinar un arte que parecía ser más parte del problema que de la solución.

Sin embargo, en Cristo se renuevan todas las cosas y, así, en la reunión final del Concilio de Trento en 1563, la Iglesia católica afirmó su apoyo a las artes visuales, aunque también exigió claridad y precisión en las obras de los artistas. El cardenal Federico Borromeo, como su primo el gran san Carlos, escribió un tratado sobre pintura en el que lamentaba “el grave error de pintar la Resurrección del Salvador”.

“En verdad”, continuaba, “representan a Cristo surgiendo de la tumba de forma en que los soldados caen al suelo y posan impactados y petrificados por el repentino evento. Esto es falso y erróneo”.

Representar la Resurrección de Cristo sin intensas reacciones humanas parecía imposible para los artistas, pero la Contrarreforma estimuló su creatividad centrándose en los otros dos eventos relacionados con la Resurrección: el encuentro de María Magdalena con Cristo Resucitado fuera del sepulcro y la cena en Emaús. Estas dos imágenes permitieron a los artistas explorar la maravilla de experimentar el regreso de Jesús de entre los muertos de formas nuevas y provocativas. La sorpresa retratada no era la de los que nunca creyeron, sino la de sus seguidores y amigos más queridos, con quienes muchos de los espectadores podían identificarse.

Mientras Barocci, Caracciolo y Francesco Albani lidiaban con la historia del encuentro de Cristo con la Magdalena (Jn 20,11-17), una de las imágenes más emotivas de la Contrarreforma del Noli Me Tangere la pintaba Lavinia Fontana en 1581. Como una de las primeras pintoras de éxito en la historia, bajo el mecenazgo de nada menos que el arzobispo Gabriele Paleotti de Bologna, esta artista debió encontrar un significado particular en el encargo de producir esta imagen de “la apóstol de los apóstoles”.

La versión de Fontana enfatizaba la precisión: María Magdalena confunde a Jesús con un hortelano, así que ella le pinta con un sombrero de ala ancha y sosteniendo una pala. Pero, una vez ha enfatizado el sentido literal, Lavinia evoca también una hermosa escena.

La atmósfera está impregnada de una cálida luz dorada, como en el amanecer de una nueva era. Una pequeña escena en flashback desde la distancia muestra a las mujeres que dejaron la ciudad llegando a la tumba donde un ángel les dice que Cristo no está.

La postura de María en la escena del fondo la muestra con los hombros caídos por el abatimiento, pero en el primer plano su rostro se vuelve radiante de esperanza.

Cristo levanta la mano, aparentemente para decirle que no le toque, pero también como gesto afectivo de bendición. La mirada de María se dirige hacia la herida de la mano, visible para ella, pero parece mirar más allá, intentando mirar a Su rostro bajo la sombra del sombrero. Su primera preocupación no es tener prueba de su Resurrección y se arrodilla a su lugar habitual a sus pies. La luz, el entorno, las posiciones evocan una historia de amor, un cautivador lenguaje que la Contrarreforma empleaba en la época.

La Cena de Emaús evoca una impresión y un asombro aún mayores. Este tema, representado en repetidas ocasiones después de Trento, parecía amoldarse perfectamente a Caravaggio y sus dones especiales para la luz y la sombra.

La versión más lograda la creó en Roma en 1601 para la familia Mattei. El pintor milanés acababa de revelar su fascinante nueva técnica con una luz perfectamente apta para este tema. Los apóstoles habían estado caminando junto a Cristo, cegados a su identidad, pero con los corazones ardiendo porque Él les explicaba en su interior las escrituras.

Caravaggio representó a Cristo sin barba, como había hecho Miguel Ángel en El Juicio Final, lo que podría explicar su lento reconocimiento del Nuevo Adán. Detenidos los dos discípulos ante una posada, piden a Jesús que cene con ellos, añorando, al igual que María Magdalena, permanecer en su compañía. Él les bendice y parte el pan y, por fin, Le ven, como subraya la misteriosa fuente de luz de Caravaggio cortando el espacio.

Las reacciones, inmediatas y cautivadoras, hacen que el espectador desee estar presente. El discípulo de la derecha extiende sus brazos, un gesto en el que algunos expertos ven oración, otros sorpresa y otros un abrazo para su Rabí, como la Magdalena, que más que solo ver, también quiere tocar.

El otro hombre se impulsa desde su silla, para… ¿arrojarse a los pies de Cristo o a sus brazos? Desde luego no es para alejarse. El espectador ansía estar más cerca, sentir en su propio corazón ese vuelco emocionado y los sentidos despiertos ante la Presencia Real del Señor resucitado entre nosotros.

Proyectados hacia nuestro espacio —el profano, finito y mortal—, Caravaggio pinta sobre la mesa una cesta de fruta y un pollo. La carne muere, la fruta se pudre, pero el pan de vida es eterno. Usando el poder del reconocimiento físico del Cristo Resucitado, Caravaggio atrae de inmediato al espectador a nuestra propia forma de revivir esa inmensa alegría en la Eucaristía.

De modo que, en el mismo momento que los reformadores protestantes prometían una experiencia más inmediata y personal de Cristo a través de las Escrituras, la Iglesia católica recurría a esa misma Escritura para producir obras de arte que destacaran el encuentro íntimo y transformador de los fieles con el Señor Resucitado.

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