¿Rezar en familia?
Es cierto, la fe es una relación personal con Dios. Pero esta relación puede resultar estéril si no está arraigada en una expresión práctica en el seno de una comunidad de vida. Y la comunidad básica es la familia.
Cristo nos da el ejemplo: se hizo carne en el seno de una familia, la sagrada Familia de Nazaret, y luego lleva a cabo su obra de redención rodeado de sus apóstoles y sus discípulos, a quienes Él mismo considera como una familia (Mt 12:50).
La fe alcanza su mayor fecundidad cuando se vive en interacción con los demás, y en primer lugar con nuestro cónyuge y nuestros hijos, quienes, de hecho, forman nuestra primera comunidad de vida, nuestra Iglesia doméstica (CIC, 1655).
Ciertamente, a través de estos vínculos nuestra relación personal con Dios encuentra sus manifestaciones concretas (las virtudes, la caridad, el perdón, etc.), así como una profundidad posible gracias a la piedad común que hace que los cónyuges encuentren edificación y fortaleza mutua.
La fe personal adquiere su primera ventana apostólica en la transmisión a los hijos. Por tanto, para los esposos no debería haber discontinuidad entre la fe que profesan y su vocación matrimonial.
Vivir la fe de forma concreta en el hogar implica que los cónyuges tengan momentos para orar juntos, para vivir los sacramentos juntos, sobre todo en la misa del domingo, que debe convertirse en un auténtico ritual conyugal y familiar: conviene practicarlo regularmente en pareja y con los niños.
Esta piedad comunal en la oración y en la Eucaristía alimenta la fe personal y refuerza la relación conyugal en sí: “La pareja que reza unida permanece unida”, dicen los matrimonios más experimentados.
No es estrictamente necesario realizar largas oraciones ni hacer actos de ostentación en la práctica religiosa en general. Pueden bastar las oraciones en la iglesia, hechas con devoción y constancia, y sumando, evidentemente, la intencionalidad familiar. Los gestos sencillos de piedad, como bendecir la mesa, reafirman la presencia del Señor en el hogar.
También se puede poner énfasis en la lectura y la meditación compartidas de la Palabra de Dios. Es una excelente oportunidad para establecer una comunión familiar en torno a Cristo, presente a través de su Palabra. Es indudable que, en estos momentos, Él mismo proclama su Evangelio a la familia reunida en su nombre.
Nuestra familia, un regalo de Dios
En la familia, y esto es un elemento esencial, la fe no debe permanecer como una palabra vacía o una postura, sino que ha de convertirse, a través de ambos cónyuges, en una fuente de transformación personal que conduzca a desear y a hacer el bien a los demás.
Vivir la Palabra de Dios en pareja significa ponerla en práctica para el bien de los cónyuges y los niños, a través de la práctica personal de las virtudes, de la tolerancia, del perdón, etc. La fe, fuente de amor, nos da la razón plena de amar a nuestro cónyuge y nuestros hijos, respetándolos y mostrándonos generosos hacia ellos.
Nuestra santificación personal pasa por la manera en que hayamos cumplido nuestros deberes para con ellos: estamos llamados, siempre, a cuidarlos como las personas que Dios ha puesto bajo nuestro cargo. De esta manera, el matrimonio se concilia con nuestra fe personal y se convierte de forma concreta en un camino de santidad personal, y, si fuese necesario, de conversión para el cónyuge que no cree o que ha caído en la tibieza.
En lo que concierne a los hijos, la mejor manera de que los padres les transmitan la fe es vivirla ellos mismos. No hay mejor catequesis para un niño que la imagen de sus padres unidos en la oración; una imagen así es más edificadora, profunda y duradera que las palabras.
Por último, el compromiso eclesiástico de la pareja a través de la participación en movimientos cristianos también enriquece la vida de fe en el hogar. Es un elemento de fecundidad social y espiritual puesto que, de otra forma, la caridad en nosotros se debilita cuando se reducen los horizontes de la fe doméstica.
Parafraseando al papa Francisco, podríamos hablar de un “hogar de misión”, un hogar que realiza el encargo del Señor (Mt 28:19) difundiendo el Evangelio de la familia en torno a Él.
Las familias que tienen puesta su mirada constantemente y de forma sincera en el Señor, con devoción y humildad, experimentan su gran providencia. No tienen necesariamente menos dificultades que los demás, pero se benefician del auxilio que Dios obra sobre ellos manteniendo su unidad, para que perseveren con su firmeza en la fe a través del recurso a la oración.
Una unidad de fe como esta puede vivirse incluso en un hogar mixto (bautizados en los que uno no sea católico). Es posible en la medida en que cada uno de los cónyuges dé testimonio de su fe a través de su ejemplo de vida y de piedad.
Luego, los esposos han de respetarse en su elección, aceptando abrirse a los elementos más significativos de su espiritualidad, es decir, a aquello que siempre les acerque más a Cristo.
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