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Leonard Cohen ahondó el mundo y también el cine

2016 está siendo un año triste para el pop. Primero Bowie, después Prince y ahora el que muchos piensan que, caso de haberle dado a él el Nobel de literatura en lugar de a Dylan, no hubiese despertado tantas susceptibilidades. Los tres dejaron también su profunda huella en el cine, porque el arte total no podía ignorarlos si quería decir cosas que solo ellos sabían decir.

Leonard Cohen era algo parecido a lo que fue Miguel Ángel en el renacimiento pero en versión posmoderna. Empezó siendo poeta. Ganaba premios y tenía reconocimiento.

Pero después su voz saltó del papel a los escenarios y la magia empezó a funcionar. Cuando cantaba era imposible negar que lo que decía fuese cierto. Todo lo que surgía de sus cuerdas vocales quedaba magnéticamente investido de una autenticidad y de una melancolía a la que no te podías resistir.

Con él, el vals que se baila en las bodas dejó de ser uno de Strauss y pasó a ser aquel inolvidable Take this waltz tejido a cuatro manos entre él y nuestro Federico García Lorca, que ha sonado en tantas películas para hacerlas más hondas (algún filme, incluso, como Take this waltz (2011) se ha atrevido a tomarle el nombre prestado).

El cine encontró en Cohen una mina que sonó en filmes de múltiples nacionalidades y estilos. Ambientó obras como La ley del más fuerte (1975) de Fassbinder; como Un día de boda (1978) de Altman; como la excesiva Rompiendo las olas (1996) del controvertido Lars Von Trier, donde sonaba, cómo no, “Suzanne”;…

Pero Cohen también entró en filmes mainstream como Dos pájaros a tiro (1990), que encontró espacio para su mítica Bird on a Wire; como la escalofriante Asesinos natos (1994) de Stone, en la que sonaba, entre otras, Waiting for a miracle; o como la prescindible Jóvenes prodigiosos (2000).

Todos aprendimos que Leonard Cohen es un atajo para hablar de lo recóndito de lo humano. True Detective (2014), una de las series más inquietantes de los últimos tiempos, escogió su música para introducirnos en ese lado oscuro de la humanidad del que el cantautor canadiense sabe mostrarnos su extraña belleza.

Pero la televisión no solo tiró de él excepcionalmente. Prueba de ello son The Americans (2013-), Transparent (2014), Sons of Anarchy (2008-2014), Homeland (2011-), House (2004-2012), etc., por hablar solo de algunas de las más recientes series que lo han necesitado para ponerse un aura de autoridad.

Para honrar su memoria recomiendo un documental de 2005 en el que se le homenajea, cuando alguien pensó que ya le quedaba poco. Su título es el de otro de sus inolvidables hits, esos que te golpean el pecho hasta dejarte sin respiración: I’m your man.

Lo último que recuerdo se comentó de él en los periódicos antes de su muerte fue aquel mensaje que le mandó a Marianne, una antigua amante noruega de los tiempos de la revolución hippie cuyo romance originó aquel otro clásico, So long, Marianne, cuando esta agonizaba por una leucemia terminal que se la llevó este pasado agosto.

Un mensaje sencillo impregnado de un sentido religioso que acompañó siempre al cantante en todo lo que hizo, casi rezaba: “Bien, Marianne, hemos llegado a este tiempo en que somos tan viejos que nuestros cuerpos se caen a pedazos; pienso que te seguiré muy pronto. Que sepas que estoy tan cerca de ti que, si extiendes tu mano, creo que podrás tocar la mía. Ya sabes que siempre te he amado por tu belleza y tu sabiduría pero no necesito extenderme sobre eso ya que tú lo sabes todo. Solo quiero desearte un buen viaje. Adiós, vieja amiga. Todo el amor, te veré por el camino.”

Como despedida no me sale un réquiem. Es mejor su Hallelujah, un magnífico instrumento actual para la nostalgia de absoluto en nuestras venas y darse cuenta de que el mundo es un misterio bueno. Lo dice así: “Hay un resplandor de luz/ en cada palabra./ No importa la que hayas oído./La sagrada o la rota. Aleluya”.

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