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La vacuna contra las polarizaciones en el mundo y en la Iglesia

Las palabras de Papa Francisco durante el Consistorio para la creación de nuevos cardenales pusieron el dedo en la llaga.

Tocaron un nervio sensible de nuestra época. El Papa habló de una epidemia, de un virus que enferma a nuestras sociedades. El virus de la polarización y de la enemistad. El virus que lleva enfrenta a unos con otros, que lleva a pensar que el otro, el diferente de nosotros, es un «enemigo». La condena recíproca, el uso de lenguajes de desprecio y ofensivos, el gusto por el ataque personal contra quien piensa diferente o quien tiene otra inclinación política, las dificultades para conceder a los inmigrantes o a los refugiados incluso el estatuto de ser humano con su dignidad y sus derechos.  

No se requiere quién sabe cuál clarividencia para reconocer y ver este virus. Es una epidemia que está aumentando exponencialmente, como demuestran los conflictos armados, las guerras y las guerrillas, la insensibilidad frente a las tragedias contemporáneas, las actitudes antagonistas de ciertas reivindicaciones. «Cuántas situaciones de precariedad y de sufrimiento se siembran a través de este aumento de la enemistad entre los pueblos», dijo el Papa.

Francisco reconoció con realismo que la Iglesia no es inmune a este virus. Los bautizados, empezando por los pastores, no son inmunes porque no son inmunes al pecado. Por ello, Francisco recordó que esta epidemia existe «¡entre nosotros! Sí, entre nosotros, dentro de nuestras comunidades, de nuestros presbiterios, de nuestros encuentros. El virus de la polarización y de la enemistad permea nuestras formas de pensar, se sentir, de actuar. No somos inmunes a esto y debemos estar atentos para que esta actitud no cope nuestro corazón».

Sería un error reducir el objetivo de las palabras papales pensando que fueron pronunciadas específicamente para ciertas personas, y aplicarlas selectivamente (como venganza) a casos específicos, acaso refiriéndonos a los que consideramos como «adversarios» en estos momentos. En un tiempo en el que en el mundo y en la Iglesia parecen prevalecer las polarizaciones, la invitación de Francisco se dirige a todos: hay que volver a lo esencial bajo el signo de la misericordia.

Es una invitación a tomar en serio las palabras de Jesucristo (y no de alguno de sus interpretes “buenistas”): «amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman». Una invitación arrolladora, muy alejada de lo que nuestra naturaleza herida por el pecado podría hacer. Frente a los adversarios y enemigos, de hecho, «nuestra actitud primera e instintiva es descalificarlos, desautorizarlos, maldecirlos; buscamos en muchos casos “demonizarlos”, a fin de tener una “santa” justificación para sacárnoslos de encima».

El Papa explicó que esas palabras son una de las «características más propias del mensaje de Jesús», son su secreto, de allí proviene «la potencia de nuestro andar y el anuncio de la buena nueva». En el corazón de Dios no hay enemigos, Dios solo tiene hijos a los que ama a pesar de todo, a pesar de sus pecados, a pesar de sus imperfecciones. «Nosotros levantamos muros, construimos barreras y clasificamos a las personas», mientras que Dios «no espera a amarnos cuando seamos menos injustos o perfectos; nos ama porque eligió amarnos».

Frente al virus que transforma las diferencias en síntomas de hostilidad, amenaza y violencia, que difunde las divergencias y las mantiene irreconciliables, que no permite que las heridas se curen, el único antídoto es tomar seriamente las palabras del Evangelio. Dejándose interrogar y poner en discusión.
 

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