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No hacer caso a los sentimientos pasa factura

Me importa siempre lo que sintió Jesús. Igual que me importa lo que siente la gente que me importa. Su estado de ánimo. Su pena y su dolor. Su alegría y su emoción. Lo que siente, no tanto lo que hace o deja de hacer, aunque eso también sea importante.
 
Me importa más su alma que su cargo o su encargo. Me preocupa más cómo vive la vida, mucho más que sus habilidades.
 
Aunque a veces me quedo en lo no importante, en lo secundario. En los hechos y en las palabras, más que en el amor y la verdadera intención que mueven sus pasos. No tomo tan en cuenta el corazón, la intención más honda escondida en sus actos.
 
Incluso a veces pongo en su corazón intenciones que no existen, aunque yo crea que sí. Y puedo llegar a decir: “Esto lo dijo porque tiene un prejuicio. O porque quería lograr esto otro. O porque piensa de esta manera”.
 
Y me equivoco fácilmente al encasillar. Aunque encasillar me dé seguridad. La seguridad de saber dónde se encuentra cada persona, en qué lugar, lo que piensa y lo que se puede esperar de ella.
 
Tal vez es que no miro a las personas con un corazón limpio. Me gustaría mirar a todos con un corazón puro. Sin buscar segundas intenciones, sin pretender saber lo que hay en su alma. Sin presuponer sentimientos que a lo mejor no tiene.
 
Tantas veces encasillo a las personas por sus actos. Son buenos o malos, inteligentes o torpes, capaces o incapaces, abiertos o cerrados, flexibles o inflexibles. No me pregunto lo que han sentido al hacer o decir alguna cosa. No pienso en su historia y en lo que les ha llevado a actuar de una determinada manera.
 
Quedarme en lo que siente, en lo que les motiva, puede parecer demasiado subjetivo e inabarcable. Los actos son hechos, son más objetivos. Los puedo pesar y medir. No se escapan. Son recogidos por mis ojos. Los toco y los analizo. Una frase, una foto, un hecho frío y objetivo. Con eso basta.
 
Las intenciones, los sentimientos que los precedieron, son más difíciles de comprender. Se deslizan entre los dedos. Juzgar hechos es más sencillo. Es irrefutable. Y condenar a la persona así es fácil, no hay que darle más vueltas.
 
Sin embargo, no me quedo tranquilo. En mi vida personal priman los sentimientos, más que los hechos. Incluso mis pecados, descarnados y objetivos, los tiño a veces de una justificación cálida.
 
Entran en juego las razones del corazón y el hecho objetivo se viste de una luz nueva, la luz que da el alma. Lo que siento o dejo de sentir. Lo que padezco y sufro. Lo que me alegra y lo que me apasiona. Todo eso importa y mucho.
 
No puedo vivir sin tomar en cuenta mis sentimientos. A veces veo a personas educadas para no sentir, para no expresar. Han tapado la puerta de su alma. Simplemente cumplen su misión, obedecen, como un ejército en orden de batalla.
 
Izan la bandera de la objetividad. Se amparan en una misión que no puede estar expuesta a contemporizaciones. El hecho es lo que vale. Los datos fríos. Las cifras. La meta.
 
La verdad es que me impresiona tanta disciplina. Me abruma un poco. Importa más el dato que la persona, el fin más que el alma del que se entrega. Creo que obviar lo que siento, pasar por alto mis emociones, tiene su precio.
 
¡Cuántas enfermedades surgen en el cuerpo y en el alma por intentar reprimir nuestros sentimientos! Salen reacciones en la piel, perdemos el sueño, nos estresamos sin razones suficientes para ello, surgen la ansiedad y la angustia, los rencores infundados, la enfermedad.
 
Nos bajan las defensas, nos deprimimos y entristecemos, comienzan las críticas y los juicios, las comparaciones y la amargura. Nos enredamos en pensamientos negativos que nos quitan la paz.

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