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¿Cómo se comparte una pena, una debilidad? Com-pa-sión

Jesús siente compasión: “Y al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas” Marcos 6, 30-34. 
 
Muchos lo buscan. Quieren estar con Él. Tal vez experimentar los milagros en su vida. Palpar la salvación. Y Jesús se compadece. Se preocupa por los suyos. Rompe en seguida su descanso, su oración, por cualquiera. Detiene su camino. Tiene compasión.
 
Y a veces nosotros nos reservamos tanto. Nos cuidamos tanto. Nos protegemos tanto. Decimos: “Hasta aquí. Ahí está el límite. Más no voy a dar”. 
 
Jesús se dejó invadir, tocar, buscar. Es ese don que tiene de ponerse en el lugar del otro. De salir de sí mismo. De conmoverse interiormente por el dolor de los hombres. Esa compasión me parece imposible pero es mi ideal.
 
Es algo muy propio de Jesús, y debería ser nuestra norma de vida. Mirar a los otros más allá de mí mismo.
 
Jesús es capaz de mirar a los demás a pesar de que son inoportunos. Le sacan de su descanso y de la intimidad con los apóstoles después de tiempo sin verse. Pero Él sólo se preocupa porque los ve desvalidos, necesitados, pequeños. Y se conmueve hasta lo hondo.
 
Jesús siempre da más. Le duele el dolor del otro. No puede pasar de largo. Lo que le duele al otro le mueve a Él en lo más hondo. Jesús no explica el sentido del dolor, ni da recetas para saber llevarlo. Simplemente se conmueve y se turba. No se acostumbra al sufrimiento.
 
La compasión nos hace más humanos y más de Dios. Jesús es misericordia. Nosotros somos misericordia cuando nos compadecemos ante el dolor del hombre.
 
El Papa Francisco nos invita a perdonar siempre. Nos pide que no nos cansemos de perdonar. Jesús mira el corazón del hombre y se compadece. No mira el grupo al que pertenece. No se queda en la apariencia. Mira con ojos puros. No se fija en el pecado. 
 
Decía Santa Catalina de Siena: 
 
Para adquirir la pureza de espíritu es absolutamente indispensable abstenerse de todo juicio acerca del prójimo, así como de comentarios inútiles de sus actos.
 
No debemos juzgar las acciones de las criaturas y sus motivos, aunque viéramos actos que sabemos son pecado en realidad, debemos abstenernos de juzgarlos; antes bien, debemos experimentar una sincera y santa compasión, que ofreceremos a Dios mediante una oración piadosa y humilde”. 
 
Jesús no juzga, siente compasión. No se fija en el lugar social al que pertenece. No piensa en su pasado. No le interesa si es o no religioso. Mira a cada hombre en lo que es, en su verdad, y se compadece.
 
Mira su belleza y su dolor. Su virtud y su pecado. Mira su agua y su sed. Mira a cada uno, y lo ama como es. Esa mirada sana a la persona. La compasión de Jesús nos sana. Nos hace mejores.
 
La compasión tiene que ver con padecer con el que sufre. Estar al lado del herido. Junto al que lo ha perdido todo. Hay momentos en la vida de los hombres en los que sobran las palabras.
 
El dolor puede crear barreras infranqueables. Jesús se compadece y rompe las barreras que separan. Su amor es más fuerte que el odio y que el miedo.
 
Jesús se compadece de mí. Eso me conmueve. Porque a veces me siento sin pecado. Y me olvido de mi debilidad. En esos momentos Jesús se compadece de mi cerrazón, de la dureza de mi alma.
 
Sabe cómo soy y le apena que no sea capaz de romper las ataduras y comprender que no soy yo el que me salvo, sino Él con su amor el que me saca de mi pobreza, el que me levanta y sostiene.
 
A veces me abruma mi pecado y pobreza. Y Jesús se acerca y tiene compasión de mí. Se compadece de mi pecado, de mi fragilidad. Sabe que no sé bien cómo crecer y caminar.

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