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Así actuaron los santos en emergencias sanitarias

San Martín de Porres ante la epidemia de viruela en Perú

Dios le otorgó al primer santo mulato de América el don de curar a los enfermos, lo mismo mediante remedios naturales como, en otros casos, de forma milagrosa e instantánea, a veces por su simplemente presencia. Así que no es de extrañar que en el convento se le asignara el trabajo de atender la enfermería.

A veces los frailes se quejaban de que fray Martín quería hacer del convento un hospital, porque a todo enfermo que encontraba lo socorría y hasta llevaba a algunos más graves y pestilentes a recostarlos en su propia cama cuando no había otro lugar dónde recibirlos .

Consolaba y atendía a toda clase de enfermos de la ciudad de Lima; pero como el Señor también le concedió el don de bilocación, llegó a trasladarse sobrenaturalmente a lugares tan lejanos como Filipinas para curar a otros enfermos, cuando al mismo tiempo se hallaba en la enfermería de su convento u orando en la capilla. «Yo te curo, Dios te sana», advertía a todos los beneficiados.

Durante la epidemia de viruela que llegó a Perú, encabezó el cuidado de los aquejados. Atendió a cuantos acudían a él, y curó milagrosamente a sesenta hermanos de su congregación.

Tan memorable fue la acción de san Martín durante esta contingencia que se ganó el apodo de el «ángel de Lima».

Lo que hizo san Carlos Borromeo en Milán

En el siglo XVI san Carlos Borromeo era arzobispo de Milán. El 11 de agosto de 1576 la peste hizo su aparición en este lugar.

Había mucha confusión y, como las principales autoridades civiles no se encontraban en el lugar, el santo arzobispo se dedicó a organizar todos los servicios sanitarios de la ciudad: fundó y renovó hospitales, consiguió dinero y víveres, se encargó de que se diera sepultura a los muertos y decretó medidas preventivas.

Hizo que se administraran los sacramentos a los habitantes de la ciudad que estaban confinados en su casa, y, sin temor al contagio, visitaba los hospitales y asistía a los enfermos. Aun así murió la tercera parte de la población de Milán, por lo que la gente no se atrevía a salir de sus casas.

El santo entendió que la epidemia era permitida por Dios como una prueba purificadora a causa de los pecados del pueblo; por tanto, que para remediarla era preciso recurrir no a medios puramente humanos sino, sobre todo, a las armas espirituales.

Entonces llamó a la oración y a la penitencia. Él mismo encabezaba procesiones penitenciales. Aunque no era Cuaresma, en el primer día de penitencia impuso cenizas en las cabezas de miles de personas congregadas, mientras las exhortaba a desagraviar a Dios.

Ordenó que en las principales plazas y encrucijadas de la ciudad se levantaran columnas de piedra coronadas por una cruz para que los residentes de todos los barrios pudieran asistir a las Misas y rogativas públicas asomados a las ventanas de sus viviendas, sin contagiar ni contagiarse.

En julio de 1577 cesó la peste. Muchos artistas pintaron a san Carlos Borromeo a imitación de san Gregorio Magno, contemplando a un ángel que re-enfunda su espada, dando a entender que las súplicas fueron escuchadas e hicieron cesar la epidemia.

La muerte de un Papa y lo que hizo su sucesor ante una emergencia epidemiológica en Roma

En el año 590 de la era cristiana apareció en Roma una epidemia o peste que fue conocida como Lues inguinaria. Las investigaciones recientes consideran que se trató de un brote de peste bubónica.

Esta enfermedad ya había devastado el territorio de Bizancio en Oriente y el de los francos en Occidente, así que los romanos ya sabían lo que les esperaba. El Papa II fue la primera o de las primeras víctimas de esta peste, falleciendo el 5 de febrero.

Hasta el 3 de octubre fue consagrado como sucesor de san Pedro el Papa san Gregorio de Tours, mejor conocido como san Gregorio Magno, quien de inmediato llamó a los romanos a imitar el ejemplo de los ninivitas narrado en el libro de Jonás. Mandó celebrar una letanía septiforme, que era una procesión de toda la población romana, dividida en siete cortejos divididos según su sexo, edad y condición social; éste es el origen de las letanías mayores o rogaciones de la Iglesia, con las que se implora a Dios para que libre al pueblo cristiano de las adversidades. En los siete cortejos los romanos avanzaban descalzos, a paso lento y con la cabeza cubierta de ceniza.

Recoge la historia que, en plena procesión, la epidemia se agravó a tal grado que en una hora 80 personas cayeron muertas al suelo. Pero san Gregorio no dejó por un momento de exhortar al pueblo para que siguiera rezando, sino que pidió que una imagen de la Virgen María fuera puesta a la cabeza de la procesión.

Según una tradición, mientras avanzaba la imagen, el aire se fue volviendo más limpio y saludable. De repente se oyó a un coro de ángeles que cantaban: «¡Regina Cœli, laetare, Alleluja / Quia quem meruisti portare, Alleluja / Resurrexit sicut dixit, Alleluja!» A lo que san Gregorio respondió en voz alta: «¡Ora pro nobis rogamus, Alleluia!». Fue así como nació el Regina Cœli. Enseguida san Gregorio Magno tuvo la visión de un ángel exterminador que, tras limpiar su espada chorreante de sangre, la enfundaba en señal de haber cesado el castigo. También en Fátima los niños tuvieron una visión de un ángel con una espada.

San Damián de Molokai y la lepra

En la segunda mitad del siglo XIX se desató en Hawái una epidemia de lepra, enfermedad que pudre lentamente el cuerpo, y que entonces no tenía cura.

Entonces se promulgó un decreto por el cual todos los contagiados debían ser aislados en la isla de Molokai. Sin importar si eran varones, mujeres o niños, los enfermos eran, pues, separados de sus familias y enviados a la «isla maldita», a donde si bien se les llevaban alimentos y otros abastecimientos, los confinados vivían en un terrible abandono.

En 1873 el obispo de las islas, preocupado por el cuidado espiritual de los leprosos, estaba considerando enviar a algún sacerdote a Molokai, sólo que éste tendría que quedarse para siempre allí, porque se daba por hecho que contraería la enfermedad.

Un misionero católico belga de la Congregación de los Sagrados Corazones, el padre Damián, se ofreció para ir. En Honolulú se embarcó con 50 leprosos que eran enviados a Molokai. Encontró que en la «isla maldita» se vivía en condiciones infrahumanas, sin ley, sin paz y sin esperanza. El padre Damián, por medio del amor de Dios, transformó aquella especie de infierno en una buena comunidad cristiana. Se ocupó no sólo de las necesidades espirituales de los leprosos, sino también de sus necesidades corporales. Así, bajo su supervisión, se construyó un templo, un hospital, enfermería, una escuela, viviendas, etc.

Finalmente, en 1885, san Damián de Molokai contrajo lepra, cuando tenía 49 años de edad. Pero él decía:

«Me siento feliz y contento, y si me dieran a escoger la posibilidad de salir de aquí curado, respondería sin dudarlo: “Me quedo para toda la vida con mis leprosos”».

Murió dos años después, con su cuerpo deformado por la lepra.

TEMA DE LA SEMANA: LOS SANTOS QUE TRABAJARON POR LA SALUD

Publicado en la edición semanal digital de El Observador del 22 de marzo de 2020 No.1289

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