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Llega Pentecostés, acaba Pascua, ¿pueden cambiar las cosas?

Llega Pentecostés y acaban los cincuenta días de Pascua. Apago el cirio pascual que es Cristo. Me alegra tanto la Pascua… Es un tiempo de luz en mi mirada, de agua bendita en mis manos, de esperanza en mi alma, de sueños en mi corazón, de misericordia en el alma.

Es un tiempo de Iglesia peregrina que sale de su comodidad para ponerse en camino llena del Espíritu. Esa Iglesia que grita conmovida:

Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra. Bendice, alma mía, al Señor: – Dios mío, ¡qué grande eres! ¡Cuántas Son tus obras, Señor!”.

Quiero que el Espíritu de esta Pascua, de Pentecostés, renueve toda la tierra. Veo tanta tristeza y desesperanza a mi alrededor… Un mundo en el que faltan tantos valores.

Tantos hombres perdidos que querrían apagar su vida en cualquier momento, para no seguir sufriendo. Es tan duro vivir así. Sin amor, sin esperanza, sin abrazos, sin hogar. Sin el corazón en calma, sin libertad, sin verdad.

No es tan sencillo seguir viviendo día a día cuando falta lo necesario. Cuando no encuentro sentido al sufrimiento no deseado. Le pido a Dios que me mande su Espíritu:

Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo. Mira el vacío del hombre, si Tú le faltas por dentro”.

Quiero que el Espíritu llene el vacío de tantas almas. Calme su inquietud. Alegre su tristeza. Que no me falte el fuego que acabe con mis impurezas, con mis pecados.

Mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento”. Cuando no reina en mí el Espíritu de Dios se hace fuerte mi debilidad. Y la tentación me oprime el pecho.

No quiero dejar de luchar. Mi debilidad puede hacerse fuerte por el Espíritu. Ese Dios que viene a mí y me calma por dentro. Acaba con la fuerza de mi pecado. Porque mis debilidades me cuestan tanto… Y me hacen sentir incapaz de seguir luchando. Que venga sobre mí su Espíritu.

Me apasiona este tiempo de Pascua en el que Dios hace fácil lo difícil. Acaba con los miedos. Logra que sueñe con paraísos antes inalcanzables. Hago milagros con mis manos. y mis palabras tienen una fuerza que no es la suya, viene de lo alto. Necesito un Espíritu que sane mis enfermedades y dolencias:

“Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero”.

Me gusta ese Pentecostés que transforma el cenáculo en lugar de misericordia. Todos son escuchados, acogidos, perdonados. Todos pueden empezar un nuevo camino en la fuerza del Espíritu. Pueden enderezar su sendero. Rehacer sus vidas.

Me apasiona Pentecostés porque rompe las cadenas que me esclavizan. Y acaba con los límites que me impiden vivir con un corazón grande.

El Espíritu es la lengua de fuego, la paloma que se posa sobre mí, el torrente de agua que cambia mi alma. ¿Creo en los cambios que puede obrar en mí el Espíritu Santo?

Jesús infunde el Espíritu en los suyos. Y lo primero que les pide es que perdonen pecados: “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.

Convierte a los que ama en fuente de misericordia. No es tan evidente. Es lo primero. Confrontarse con la misericordia de Dios.

Que perdonen mis pecados. Que yo aprenda a perdonar a otros. Quiero perdonar y ser perdonado. Igual que quiero amar y ser amado. Es lo mismo. Un amor misericordioso es lo que deseo en mi vida. Para poder darlo, imploro el Espíritu Santo que renueve la faz de la tierra, mi propio rostro, mi alma enferma.

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