Para ver el Amor en tu vida, haz memoria
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”.
El amor tiene que ver con la memoria. Si lo amo de verdad guardaré sus palabras, guardaré en la memoria del corazón todo lo que me ha dicho, todo lo que ha hecho por mí.
Si de verdad le pertenezco seré fiel a lo que me diga y no me olvidaré nunca de sus promesas. Inscribiré en mi pecho para siempre todas sus palabras de amor.
El Espíritu me ayudará a hacer memoria. Ya me lo dijo Jesús: “Haced esto en memoria mía”. Y así lo hago.
La memoria me une a las personas para siempre. El olvido me aleja de los que he amado. Abrazos, sonrisas, encuentros, lágrimas, palabras, silencios. Se graban en el alma para siempre.
No quiero olvidar. Corro el peligro de pasar por la vida sin hacer memoria, sin guardar lo que vivo. Sin recordar a los que amo. Sin conservar lo que he vivido.
Necesito explicar el paso del amor por mi vida. Guardo las palabras, los hechos, los encuentros. El valor de la memoria se sitúa en mi corazón, en lo más profundo. Allí conservo lo vivido como un tesoro.
Es verdad que corro el peligro de vivir con superficialidad la vida. Temo pasar de puntillas por lugares, sin escuchar las palabras que me dicen. Sin tomar en serio mi vida y lo que mi vida es. Despreciando mi historia santa en la que Dios me habla a través de personas, sucesos, amores.
Mis heridas son parte de esa historia de amor. No las olvido. Les decía el papa Francisco a los jóvenes al acabar la JMJ de Cracovia:
“Procuremos también nosotros ahora imitar la memoria fiel de Dios y custodiar el bien que hemos recibido en estos días. Así pues, recemos en silencio, recordando, dando gracias al Señor que nos ha traído aquí y ha querido encontrarnos”.
El encuentro con Jesús. No lo olvido. Lo guardo como un tesoro cuando vino a verme. La mirada de sus ojos. No la olvido. Y sus palabras cálidas. Su sonrisa.
Llevo en el corazón su memoria, su amor. Y soy testigo de ese recuerdo sagrado. Jesús no se olvida de mí. Yo tampoco quiero olvidarme.
Me da miedo vivir sin memoria, sin recuerdos. Me gustaría escribir en un diario todo lo que me pasa. Para que no se me olvide.
Hago memoria del paso de Dios por mi vida como María. Ella guardaba todas las cosas meditándolas en el corazón. Lo que Dios le dijo en su Ángel. Y todo lo que fue pasando en su vida. Como dice el padre José Kentenich:
“En la historia sucesiva de María no hubo siempre ángeles que bajaran aleteando desde el cielo, sino más bien causas segundas, exactamente como fuera en nuestro propio caso”[1].
María como yo vivió a ese Dios oculto y presente. Ese Dios que le hablaba en personas, sucesos, palabras. Y hacía memoria meditando en su corazón. Quiero rumiar la vida para no pasar de largo por cosas importantes.
Siempre me impresiona cómo guardan en Tierra Santa la memoria de Jesús. En cada lugar conservan cada palabra, cada gesto, cada piedra. Cuidan el aire, el agua, su presencia. Cada lugar sagrado que Jesús tocó, vio y amó.
Y así hacen memoria. Porque el amor no olvida. Guarda cada detalle. Conserva cada silencio. Así es el amante que no olvida nada de la amada. Guarda el primer encuentro y el último. Revive con alegría cada palabra. Hace memoria de todo para conservar el alma limpia y llena.
Así es con el Jesús de mi vida. Vino para quedarse. Y no quiero olvidar nada de lo que me dijo. Lo guardo celoso como un tesoro.
Y le pido al Espíritu que me enseñe a entender sus caminos. El misterio escondido en la memoria. No quiero olvidar mi historia santa, mi pasado. Porque sé que el que olvida su historia corre el peligro de repetirla. Sobre todo, los errores, los tropiezos.
Hago memoria. Y soy memoria del amor vivido, del amor entregado. Soy memoria entre los hombres de lo que amo. De lo que he recibido como prueba de amor.
No olvido. Porque amo. Y no dejo de amar. No quiero olvidar lo que amo con todo mi corazón. El nuevo templo en el que Dios habita es mi corazón de hombre. Allí hará Dios su morada y se quedará para siempre. No me olvida. Y vivirá el Espíritu en mí.
[1] J. Kentenich, Conferencias de Sion, 1965
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