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La política como espectáculo y el populismo que crece

El ámbito político es cada vez más un espectáculo, donde los políticos buscan captar la atención del votante y los medios se esfuerzan por mantener las audiencias. Las contiendas electorales a las que asistimos a través de los medios y las redes sociales están dentro de la lógica mediática del “impacto” y la superficialidad. No se atiende a los contenidos, ni mucho menos a los programas o ideas de fondo, sino que lo que interesan son los personajes y su “actuación”.

Cada discusión, cada frase en contra de otro, cada anécdota conflictiva, cada problema de imagen de unos y otros, es lo que interesa. Lo que importa es mantener el personaje como centro de atención y no perder la audiencia, pero los problemas reales y lo que se deba hacer para mejorar un país, importa menos o casi nada, porque se considera aburrido hablar en serio de cualquier tema. De hecho, cuando algún excepcional candidato quiere profundizar en serio sobre alguna propuesta le cambian de tema con alguna anécdota o dichos polémicos de otro candidato.

Si se tocan los problemas educativos, económicos o de seguridad y las posibles soluciones, suelen usarse como ataques a otras propuestas o se venden espejismos de soluciones a corto plazo que no son reales.

Y en esta línea, las campañas no muestran las ideas, sino que buscan empatizar con el votante mostrando a los candidatos en su intimidad, en situaciones cotidianas, hablando de comida, de música, de fútbol, o de su familia, con relatos emotivos de su infancia, como un “Gran Hermano” que contempla a una persona que es “como tú y como yo”. Así se vuelven personajes “cercanos” donde lo que se comunica son sentimientos positivos, pero un gran vacío de ideas.

Las redes sociales se han vuelto su principal campo de juego, especialmente en twitter, donde con la excusa de estar disponible para todos y sin mediaciones, se crea la ilusión de una especie de “democracia directa” a través de redes, que también crea frustraciones y un gran nivel de agresividad. Sin contar con la cantidad de estrategias e inversiones en trolls, bots y fake news para aplastar a los oponentes en ese nuevo espacio “de discusión”.

Esta situación se agrava cuando crece una política sectaria e irracional, donde las discusiones son hiper-emocionales y refuerzan una visión maniquea de la realidad: buenos-malos, amigos-enemigos.

¿Populismos postmodernos?

Si bien los especialistas no se ponen de acuerdo en la definición del llamado “populismo” y dentro de esa expresión incluyen diversidad de fenómenos políticos desde finales del siglo XIX y especialmente durante el siglo XX, en el fenómeno contemporáneo hay acuerdos en elementos comunes: Sus gobernantes se presentan como los representantes auténticos de “la voz del pueblo”, que es una entidad abstracta identificada con las personas honestas que sufren a las élites corruptas.

Esta característica es propia de los populismos de izquierda, mientras que los populismos de derecha agregan un enemigo extra a las élites corruptas: los inmigrantes, activistas y demás minorías percibidas como peligrosas para el bien de la nación. Y más allá de quienes se identifiquen con el “pueblo” y con las “elites”, lo claro es que hay un estado de alerta, de urgencia ante el enemigo, de paranoia constante.

La brecha social es radical y la oposición es fanática, el “otro” es el mal personificado con el que es imposible dialogar, negociar o llegar a algunos acuerdos. Se promueve la acción directa y desprecia cualquier mecanismo de democracia representativa, desprecia convencer y solo se persuade e impone los propios intereses como un derecho. No están dispuestos a entenderse con el que piensa de otro modo, sino que el error no tiene derecho a existir.

Apelan siempre a emociones básicas y la renuncia a pensar críticamente. Encarnan un sistema de pensamiento de carácter sagrado, donde sus líderes son figuras que no pueden ser cuestionadas, porque “ellos siempre dicen la verdad y siempre tienen la razón”. Tienen un irracional apasionamiento por la igualdad donde no existan las diferencias y aborrecen la libertad de pensamiento y de expresión.

Sus líderes suelen ser bastante megalómanos y paranoicos, y en la mayoría de los casos se aprovechan del malestar general ante el sistema político en momentos de crisis e incertidumbre social y económica. Buscan que la soberanía se le confíe a la figura redentora, al nuevo “Mesías” político, con la esperanza puesta en que su concentración del poder les garantice las soluciones que todos esperan, sin discutirle.

Por otra parte, la política deja de ser una actividad pensada para el gobierno de los asuntos públicos a pretender ser una fuerza salvadora como sucedáneo de la religión (Button, An Anxious Age, 2014). Se politizan así todos los aspectos de la vida social y cultural, como si fuera lo que puede y debe “salvarnos” de todos los males que afectan la vida personal y social. La mirada politizada empobrece las relaciones sociales y la comprensión de fenómenos y realidades que están más allá de la política. Incluso se alimentan expectativas demasiado altas, como si la política pudiera solucionarlo todo y eso genera solo más frustración y menos realismo para comprender la complejidad de la vida social.

Parecería también que no se pretende gobernar para todos, sino para el “partido”, como si en lugar de buscar acceder al gobierno de todos, se buscara siempre agradar a las propias filas y si se llega al poder, castigar a “los otros” y beneficiar a los propios, con lo cual se desvirtúa uno de los fines de la política: el bien común.

La importancia del debate para la democracia

Los debates están en desuso, salvo que se conviertan en un divertimento de falacias y agresiones mutuas, donde alcanza que uno diga “A”, para que el otro diga exactamente lo contrario sin pensar en las razones. Como estrategia de desgaste se oponen sistemáticamente a todo lo que venga del otro lado, sin importar el tema, aunque en otro contexto estarían de acuerdo. 

Muchos no se toman la molestia de tratar de entender las razones de sus oponentes, simplemente porque no les importa. La democracia vive de la fe en la posibilidad de un entendimiento racional (R. Spaemann). Y es que el debate político tiene sentido porque los seres humanos somos capaces de entendernos racionalmente entre nosotros, de entender que una opinión es más razonable que otra. Cuando reconocemos que no somos dueños de la verdad, sino que podemos, en la búsqueda de la verdad y del bien común, discutir razonablemente y hasta cambiar de parecer en el camino, se hace un gran bien a la democracia.

Si el fin de la política es el bien común, si de verdad interesa el bien de la sociedad no debería existir miedo de explorar todas las razones que puedan ser pensadas, aunque no fueran las propias. En cuestiones políticas, donde no hay verdades eternas y donde los problemas son cambiantes y complejos, resulta fundamental el discernimiento político gracias a un sano debate.

En asuntos fundamentales para el bien social y político es preciso que existan acuerdos a largo plazo, producto de una reflexión seria y responsable, y no que cada partido trate de refundar la nación cada cuatro o cinco años.

El debate constituye la esencia misma de la vida política (H. Arendt). Y es que el miedo a la racionalidad, a la discusión abierta, sincera y crítica, es una de las fuentes del fanatismo irracional y del abuso del poder político. Donde no hay debate público no hay comprensión racional y la vida política se degrada. Quienes no son capaces de poner sus ideas en confrontación democrática con las de los demás y solo quieren escucharse a sí mismos, no tienen ideas en realidad y pueden sostener en un mismo momento mensajes contradictorios. Es fácil darse cuenta cuando alguien no quiere pensar, porque al escuchar un argumento, en lugar de pensar y responder con otro, se limita a insultar o a cambiar falazmente de tema.

Entender la democracia como una comunidad ética y no como un artificial equilibrio de intereses y poderes que se relevan cada tanto, nos puede ensanchar el horizonte para pensar el bien de todos y el respeto por cada uno. Rebajar el respeto o limitarlo solo a los que piensan como yo, es poner en peligro la democracia y olvidar los fundamentos de una auténtica vocación política. 

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