Mis miserias, ¿valen de algo?
En nuestro consultorio, en ocasiones tratamos con quienes han tenido duras experiencias vitales que les han ocasionado mucho sufrimiento y dolor. En tales casos, no queda sino consolar a quienes sufren e ayudarles en lo que está de nuestra mano para que sean capaces de encontrar el sentido a su vida en el momento tal vez más importante y decisivo.
Solicitó mis servicios una familia que se planteó el dilema de atender a un hombre enfermo, paralítico y desprovisto de todo lo que alguna vez tuvo: juventud, salud, familia, medios materiales… Un hombre que, en su día, les abandonó sin más consideraciones. Aun así, estaban dispuestos a recogerle, atenderle y ayudarle, más él se negaba a recibirles al no aceptar su estado de invalidez y como forma de autocastigo.
Entonces, me presenté en su casa, me recibió con la más fría mirada y me dijo con rostro inmutable: “Nada puede hacer por mí. ¡Lo último que deseo es lástima! Si ya no soy dueño de una buena vida, puedo serlo de mi soledad. Así que ya se va regresando por donde vino”. Le hice varias visitas en las que intentó herirme inútilmente.
Pero al cabo de un tiempo, aceptó algunos obsequios y conversar de forma inteligente sobre aspectos vitales como su lugar de origen, las características de dicho lugar, esto o lo otro. En algún momento le pregunté si deseaba asistencia espiritual, pero la rechazó, agregando lo que en su niñez su madre le había enseñado y ahora recordaba con cierta nostalgia: Dios es bueno.
Yo le aclaré que lo más importante es que cuando se presentara ante ese Dios bueno, lo haga como hombre que supo limpiar su alma, y nada hay que se lo impida.
“¿Nada?”, me preguntó con tono de amarga pesadumbre. “Usted no sabe del daño que he hecho a mi familia y a mí mismo”. Cada vez más confiado, abrió su alma poco a poco, mientras yo procuraba darle armas espirituales para la lucha que intuía que se estaba desarrollando en su interior.
Le comenté que es cierto que todos nosotros, por profundas que sean nuestras miserias, debemos rechazar la tristeza que nos producen porque solo causan abatimiento, desánimo, resentimientos y amargura .
— ¡Vaya, de eso sí tengo experiencia! —dijo en un murmullo.
—Tanto mejor, pues ya es capaz de reconocer que vale la pena evitar el duro sufrimiento moral de repetir errores.
— ¿De qué me habla?
— De encontrarle un verdadero sentido a la situación por la que pasa. Le propongo que se imagine que desea subir por una escalera y en el último escalón está la humildad. Es el peldaño que le dará paz.
— Deseo la paz pero me cuesta mucho porque siempre he sido un soberbio.
— Bueno, eso significa que está empezando a dejar de serlo, que está cambiando y puede subir por los peldaños. En el primer escalón debe aceptar su responsabilidad en los hechos equivocados de su vida sin asombrarse porque errores los cometemos todos. En el segundo escalón reconozca cuando actuó mal con plena libertad y hágalo sin dar cabida al desánimo.
— Pero… ¿de qué sirve si ya no puedo enmendar nada? Solo me sentiré un miserable…
— Por eso le consejo no desanimarse. En el tercer escalón, debe aceptar la humillación que el conocimiento de sus miserias le produce.
— Eso me duele más que mi invalidez. Tan es así que pensando en mis miserables culpas, me acuerdo de las oraciones que de niño me enseñó mi madre, y las digo como escuchando mi voz en mi interior, pues no me animo a decirlas con mi boca podrida.
— Cuarto escalón: darles un valor a sus miserias, reconociendo que Dios no vino por los justos, sino por lo pecadores, y sus miserias pueden ser oportunidad para hacer brillar su misericordia. Sus propias miserias son su oportunidad. Quinto escalón: confiar en la misericordia divina. Dios acoge a los humildes y rechaza a los soberbios. Por último, sexto y último escalón descubre que para corresponder a la misericordia divina, debe pedir perdón a quienes ha ofendido, y si eso no fuera posible, aun le queda el recurso de pagarles ofreciendo sus sufrimientos por el bien de ellos.
—Siendo así ya no me siento miserable pues estoy dispuesto a ofrecer mis sufrimientos por ese motivo, pero pedir perdón a mi familia aunque ¡ya no querrán ni verme! ¡Ya no me quieren, entiéndame de una vez por todas!
Antes de la última visita, me comuniqué con su familia y cuando me presenté con ellos, enmudeció y gruesas lágrimas resbalaron por su rostro. Me retiré al percibir el momento de una intimidad familiar mágicamente recuperada.
La cura médica del alma consiste en habilitar internamente al enfermo para que aprenda a aceptar lo inevitable, lo que corporal o psicológicamente ya no tiene remedio a través de un tratamiento. Aceptarlo como un destino ante el cual solo puede importar la forma en que se asume, como se soporta, como se sufre un sufrimiento en un verdadero acto de fe cualquiera que sea el credo de la persona.
Por Orfa Astorga de Lira
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