¿Cómo sobrevivir a la cena de Navidad de la empresa?
Pasarán las plagas de Egipto, pero ellas permanecerán. Son las cenas de Navidad de empresa. ¿Cómo no se le ha ocurrido a nadie que, con la crisis económica, estaba más que justificado dejar de convocarnos a los trabajadores a una cena que no tiene aires de encuentro sino de matadero?
Parece ser que los sindicatos no tienen claro si la cena de Navidad de empresa es buen síntoma de sintonía con el capital o no. Yo creo que es más bien que nadie se atreve a dar el paso y decir basta: ni comité de empresa ni empresarios.
Las cenas de empresa tienen sentido si sirven para afianzar el clima humano entre los trabajadores, y como una forma de felicitar la Navidad. Pero como mero “formalismo”, si no existe ese espíritu fraternal, ¡pueden convertirse en la pesadilla inevitable que todos temen cada año!
Porque a las empresas también les debe parecer una pesadilla: para empezar, al pobre contable (que suele ser el más apagado de la plantilla) lo ponen a encargado de buscar local. Justamente él, que como no se maneja mucho por internet, va a teclear en Google “restaurante BARATO cena Navidad” y no se va a fijar en las opiniones de Tripadvisor porque no le da tiempo. Así que es posible que acabemos en un sótano sin ventilar o en una nave industrial sin calefacción. He probado los dos modelos y diría que es peor el primero: el segundo se remedia al calor del tinto por las venas.
A estas alturas, más de uno ya ha tenido su cena de Navidad y sabe de qué hablo. Y se cumple aquello de que las desgracias nunca vienen solas. Te despistas a la entrada del restaurante porque has ayudado a colgar unos abrigos de los compañeros y cuando llegas a la mesa ya solo queda el asiento frente al jefe.
¡Tú no sabes usar los cubiertos y te vas a poner nervioso solo de pensar qué tema de conversación es que sí y qué tema de conversación es mejor ni nombrarlo! El cerebro entra en modo “huracán Irma”, y ni una idea para quieta. ¿Será de buena educación preguntarle al director por su familia? Entonces te viene aquel verso de Bécquer a la mente: “…dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul”.
Y comienzas a encontrar parecido entre el perverso nazi que persigue a Indiana Jones y el señor que tienes enfrente (ese, el de Recursos Humanos). Antes de que llegue el primer plato, un sudor frío bajará por tus sienes y si llevas camisa, habrás dejado la huella en el algodón por muy buen desodorante que emplees.
No te digo nada si tienes las piernas largas o las tiene tu jefe, porque normalmente las cenas de Navidad se montan en mesas cuadradas pequeñas, unas junto a otras. Vas a pasar la noche haciendo malabarismos por debajo de tu asiento para que en ningún momento su pie coincida con tu pantorrilla.
En fin… Podríamos seguir y la cadena de posibles desgracias sería de infinito más uno. Pero cuando uno lleva varios años de cena de Navidad y otros varios sin ella, como es mi caso, se plantea si no habría sido posible mejorar la situación. Es decir, no llegar a la cena de Navidad con cara de cordero degollado, no pasarse quince días antes criticando con los colegas lo que va a venir como si fuera “la fuerza del destino”, y no dedicar preciosos minutos de nuestra vida luego a recordar lo penoso que volvió a ser aquel día.
La Navidad tiene un sentido y eso incluye mi trabajo profesional: eso me servirá para ponerme las pilas ya antes. La cena de Navidad será lo que queramos que sea los que vamos a estar ahí reunidos. Si sale mal, no es el “destino”.
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