Llegaron a un comedor social con un aspecto terrorífico, en unas semanas parecían otros
Las personas que frecuentan el comedor de la parroquia son pobres pero dignas. Su aspecto es correcto y pulcro. Intentamos que no solo coman, sino que además tengan un rato agradable en familia. Se cuida mucho la cordialidad, para alimentar el cuerpo y el alma.
Un día se presentaron dos hombres con un aspecto lamentable. El encargado, un poco asustado, me preguntó qué hacer. Estaban saliendo de la droga y tomaban metadona. Uno tenía greñas y mirada huraña, y el otro estaba encorvado y con el rostro bastante deformado. Sus hablares y andares parecían sacados de una serie de terror.
La primera impresión era tan desagradable que me imaginé que si entraban ellos, muchos se irían. Sin embargo, la llamada del Señor que busca a sus ovejas perdidas se alzaba contundente en mi interior.
No tenía valor para acogerlos, pero mucho menos valor para negárselo al Señor. El clamor de Mateo 25 (“Tuve hambre y me disteis de comer”) no dejaba alternativa. Al final pudieron entrar –después de la documentación básica y los datos principales– y comieron muy educadamente.
Tras unos primeros días de vigilancia, constatamos que no había ningún problema. Pasaron unas semanas hasta que una voluntaria me soltó de sopetón: “¡Un milagro!”. ¿Qué pasa?, respondí yo. Aquellos hombres que llegaron desfigurados, al cabo de unas semanas de comer bien y ser tratados con cariño, hasta habían cambiado su aspecto.
Efectivamente, al verlos ahora, ya no parecían los mismos. Se les veía más rellenitos, con sonrisa, con educación. Colaboraban con todos. No eran los mismos. Estaban presentables, eran afables y educados. Es otro de los milagros del comedor. La gente mejora su aspecto, se vuelven más pulcros, más serenos, más alegres.
Por José Manuel Horcajo, párroco de San Ramón Nonato, Madrid (España)
Artículo publicado originalmente por Alfa y Omega
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