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Los Cazafantasmas (1984): siempre hay que salvar al mundo

Estás sentado en una cafetería en Nueva York, o donde sea. Bebes un café aguado mientras intentas trabajar. De fondo ese olor de bretzel tostándose en el horno. «Estoy en casa» piensas; «se acabaron los fantasmas de la infancia». Y de repente, algo. Sucede algo. Allí mismo. Los veas o no, sabes que han vuelto, y a pesar de todos tus esfuerzos tus fantasmas te inquietan. Y ya han pasado 30 años desde la última vez. Ahora, «¿a quién vas a llamar?»

«Esto va a ser increíble», dijo Reitman al ver el mítico cuarteto de Cazafantasmas vestido con su uniforme antológico. Y ciertamente lo fue. Casi nadie se acuerda de esos Gremlins estrenados el mismo año. En cambio todo el mundo conoce, sea o no de esa generación, a esos cuatro hombres despeinados con su Cadillac tuneado de ambulancia paranormal, el Ecto-1, y su famoso logo. Todo el mundo tiene en su universo cultural a ese clon blandito (Stay-Puft) del muñeco Michelín vestido de marinerito, a los fantasmas y espectros de Nueva York lanzando babas verdes (juguete que se puso de moda), al simpático Moquete, o las mochilas de protones y unidades contenedoras en contra de los fenómenos poltergeist de ese 1984.

Y con ello, lo que debía convertirse en un leñazo fílmico como pocos (¿¡una comedia de gran presupuesto en tiempo récord!?), se convirtió en éxito. Escrita, rodada, y post-producida en solo 13 meses, esta es una de esas cintas que forman parte de nuestras vidas, y una referencia pop ineludible, taquillazos aparte. Esta comedia ochentera de referencia es un clásico familiar, alegre (¿quién no ha cantado eso de «¡Ghooooostbusters!»), atrevida, y un poco nostálgica (por entonces, gracias a Murray; por ahora, gracias al tiempo pasado).

1984 debía ser el año de ese Gran Hermano vigilante, según Orwell. Pero no. Los ochenta empezaron con lo pop a tope: urbanidad caótica, ingenuidad cultural, chaquetas llamativas con hombreras, ropa holgada, paleta de colores de neón o flúor, pelos con aerosol, cardados y encrespados, y vida con referencias a Warhol, a los Pitufos y a la música electro-pop, con Madonna al mando. Véase en la cinta al mismísimo Gozer, diablo tremendo parecido a Prince.

Los 80 no era tiempo para King Kong en el Empire State, sino para una chuche hiperbólica en lo alto del 55 de Central Park West, protegiendo al zigurat hitita de un dios molesto. El malvavisco trasformado en nube de ectoplasma peligroso y ultramundano se erigía en el icono de toda una época basada en una cierta autoconfianza. La infancia seguía siendo ese albergue de seguridad. Yo, yo, y yo, a pesar de mis fantasmas, o asumiéndolos.

El guión nos cuenta las peripecias de los doctores Venkman, Stantz y Spengler, expertos en parapsicología, y de Zeddemore, traductor de lenguaje paranormal, para acabar con los males que intranquilizan la generación del final de siglo. Se trataba de acabar de una vez por todas con los fantasmas de la infancia que atacan la fastuosa Nueva York, centro cultural de un mundo que se globalizaría poco después. ¿Fin del mundo? Puede: el aumento repentino de apariciones espectrales en Manhattan no es más que mal agüero: un poderoso demonio, Gozer el Destructor, está por llegar y amenaza con arruinar a esa civilización desorientada y ardiente…

No es de extrañar que el guión original fuese obra del descarado Aykroyd, granuja a todo ritmo y desmadrado compañero de John Belushi, esos Blues Brothers alocados. Aykroyd, aficionado a lo paranormal, había escrito para ellos dos un viaje de cazafantasmas al infierno. Pero Belushi murió por sobredosis, y el guión quedó aparcado un tiempo. Aykroyd le presentó el proyecto a Reitman, que convenció a Columbia de hacer una mega-producción, a pesar de no tener guión ni actores. Había que ampliar la nómina.

Harold Ramis, artífice de una de las mejores comedias jamás escrita (Atrapado en el tiempo), dio el toque final al guión en tres semanas, subrayando el papel antiheroico de los protagonistas. Ramis, que aceptó incluso actuar, escribió una comedia de perdedores que revolucionarían al público. Y ahí es donde entra ese Murray, amigo y colaborador suyo en un programa de radio subversivo. El papel le calzó a la perfección. Quedaba de este modo todo en casa; con un buen grupo de actores y comediantes amigos entre sí, vinculados a ese rebelde Saturday Night Live.

Esto hizo de Los Cazafantasmas una parodia de la ciencia ficción con escenas desternillantes e inverosímiles, chistes continuos y guiones improvisadísimos (con Murray y un genial Moranis al mando). Todo al servicio de una caricatura de lo metafísico. Y es que estamos en los ochenta, y prima la autoconfianza resumida en un consejo del cuarteto: «Cuando alguien te pregunte si eres un dios, contesta ».

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