Hoy celebramos a... la Asunción de la Virgen María
La vida de la Virgen es toda ella una fulgurante sucesión de divinas maravillas. Primera maravilla: su Inmaculada Concepción. Ultima maravilla: su gloriosa Asunción en cuerpo y alma a los cielos. Y, entre la una y la otra, un dilatado panorama de gracia y de virtudes en el cual resplandecen como estrellas de primera magnitud su virginidad perpetua, su divina Maternidad, su voluntaria y dolorosa cooperación a la redención de los hombres.
La perpetua virginidad de María y su divina Maternidad fueron ya definidos como dogmas de fe en los primeros siglos del cristianismo. La Inmaculada Concepción no lo fue hasta mediados del siglo XIX. Al siglo XX le quedaba reservada la emoción y la gloria de ver proclamado el dogma de su Asunción en cuerpo y alma a los cielos.
Memorable como muy pocos en la historia de los dogmas aquel 1 de noviembre de 1950. Sobre cientos de miles de corazones, que hacían de la inmensa plaza de San Pedro un único pero gigantesco corazón —el corazón de toda la cristiandad—, resonó vibrante y solemne la voz infalible de Pío XII declarando ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial.
Esta suprema decisión del Romano Pontífice es el coronamiento de un proceso multisecular. Nosotros gustamos el dulce sabor de ese fruto sazonado de nuestra fe, pero su savia y sus flores venían circulando y abriéndose en el jardín de la Iglesia desde la más remota antigüedad cristiana.
En la encíclica Munificentissimus Deus, que nos trajo la jubilosa definición del dogma, se hace un minucioso estudio histórico-teológico del mismo. Siglo tras siglo y paso por paso se va siguiendo con amoroso deleite el camino recorrido por la piadosa creencia hasta llegar, ¡por fin!, a la suprema exaltación de la definición ex cathedra.
En efecto, ya desde los primeros siglos cristianos palpita esta verdad en el seno de la Iglesia. Es una verdad perenne como todas las contenidas en el sagrado arcano de la Revelación. Pero en el correr de los tiempos aquella suave palpitación primera fue acentuándose y haciéndose cada vez más fuerte, más insistente, más apremiante.
Comienza la encíclica recordando un hecho. Nunca dejaron los pastores de la Iglesia de enseñar a los fieles, apoyándose en el santo Evangelio, que la Virgen Santísima vivió en la tierra una vida de trabajos, angustias y preocupaciones; que su alma fue traspasada por el fiero cuchillo profetizado por el santo anciano Simeón; que, por fin, salió de este mundo pagando su tributo a la muerte como su Unigénito Hijo... ¡Ah! Pero eso no impidió ni a unos ni a otros creer y profesar abiertamente que su sagrado cuerpo no estuvo sujeto a la corrupción del sepulcro ni fue reducido a cenizas el augusto tabernáculo del Verbo divino.
Esa misma creencia, presente y viviente en las almas, fue tomando formas tangibles y grandiosas dimensiones a medida que la tierra se fue poblando de templos erigidos a la Asunción de la Virgen María. Sólo en España son 28 las catedrales consagradas a la Virgen en ese su sagrado misterio. Y si los templos son muchos, infinitamente más son las imágenes que pregonan a voces el triunfo de la Madre de Dios. Añadid ahora las ciudades, diócesis y regiones enteras, así como Institutos religiosos que se han puesto bajo el amparo y protección de María en esta gloriosa advocación, y tendréis un definitivo argumento de la pujanza de dicha creencia en la masa del pueblo cristiano.
También los artistas, fieles intérpretes del pensamiento cristiano a través de los tiempos, han rivalizado a su vez en la interpretación plástica del gran misterio asuncionista.
La perpetua virginidad de María y su divina Maternidad fueron ya definidos como dogmas de fe en los primeros siglos del cristianismo. La Inmaculada Concepción no lo fue hasta mediados del siglo XIX. Al siglo XX le quedaba reservada la emoción y la gloria de ver proclamado el dogma de su Asunción en cuerpo y alma a los cielos.
Memorable como muy pocos en la historia de los dogmas aquel 1 de noviembre de 1950. Sobre cientos de miles de corazones, que hacían de la inmensa plaza de San Pedro un único pero gigantesco corazón —el corazón de toda la cristiandad—, resonó vibrante y solemne la voz infalible de Pío XII declarando ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial.
Esta suprema decisión del Romano Pontífice es el coronamiento de un proceso multisecular. Nosotros gustamos el dulce sabor de ese fruto sazonado de nuestra fe, pero su savia y sus flores venían circulando y abriéndose en el jardín de la Iglesia desde la más remota antigüedad cristiana.
En la encíclica Munificentissimus Deus, que nos trajo la jubilosa definición del dogma, se hace un minucioso estudio histórico-teológico del mismo. Siglo tras siglo y paso por paso se va siguiendo con amoroso deleite el camino recorrido por la piadosa creencia hasta llegar, ¡por fin!, a la suprema exaltación de la definición ex cathedra.
En efecto, ya desde los primeros siglos cristianos palpita esta verdad en el seno de la Iglesia. Es una verdad perenne como todas las contenidas en el sagrado arcano de la Revelación. Pero en el correr de los tiempos aquella suave palpitación primera fue acentuándose y haciéndose cada vez más fuerte, más insistente, más apremiante.
Comienza la encíclica recordando un hecho. Nunca dejaron los pastores de la Iglesia de enseñar a los fieles, apoyándose en el santo Evangelio, que la Virgen Santísima vivió en la tierra una vida de trabajos, angustias y preocupaciones; que su alma fue traspasada por el fiero cuchillo profetizado por el santo anciano Simeón; que, por fin, salió de este mundo pagando su tributo a la muerte como su Unigénito Hijo... ¡Ah! Pero eso no impidió ni a unos ni a otros creer y profesar abiertamente que su sagrado cuerpo no estuvo sujeto a la corrupción del sepulcro ni fue reducido a cenizas el augusto tabernáculo del Verbo divino.
Esa misma creencia, presente y viviente en las almas, fue tomando formas tangibles y grandiosas dimensiones a medida que la tierra se fue poblando de templos erigidos a la Asunción de la Virgen María. Sólo en España son 28 las catedrales consagradas a la Virgen en ese su sagrado misterio. Y si los templos son muchos, infinitamente más son las imágenes que pregonan a voces el triunfo de la Madre de Dios. Añadid ahora las ciudades, diócesis y regiones enteras, así como Institutos religiosos que se han puesto bajo el amparo y protección de María en esta gloriosa advocación, y tendréis un definitivo argumento de la pujanza de dicha creencia en la masa del pueblo cristiano.
También los artistas, fieles intérpretes del pensamiento cristiano a través de los tiempos, han rivalizado a su vez en la interpretación plástica del gran misterio asuncionista.
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