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Rezar, ayudar, dar testimonio, por los cristianos de Irak

Aleteia
Poneos en su lugar. Todo perdido de la noche a la mañana: vuestra casa, vuestro trabajo, vuestros bienes. Ser amenazado de muerte por los que eran vuestros vecinos. Y partir, abandonarlo todo, para convertiros en una familia de refugiados, a 100 kilómetros de vuestro hogar, en vuestro propio país.

Eso es lo que viven desde hace meses nuestros hermanos y hermanas de Irak, ellos que siempre han vivido en este país y han acogido antes a los que hoy los cazan.

Allí, en Ankawa, el suburbio cristiano de Erbil, capital del Kurdistán iraquí, lo provisional se transforma en duradero. Son decenas de miles de cristianos que se refugiaron allí el pasado agosto, huyendo de Mosul, Qaraqosh, la llanura de Nínive invadida por los asesinos de Daesh.

Están amontonados desde el verano pasado en tiendas, hangares, un hotel en construcción e incluso un centro comercial abandonado. Esperan. Entre la conversión, la muerte y la partida, escogieron –si se puede decir así- dejarlo todo atrás excepto su fe. Su único “crimen”: ser cristianos.

¡Qué lección de fe, de esperanza y de valentía nos dan! Y cuando te encuentras con ellos, cuando hablas con ellos, no preguntes cómo no trastornarse: y yo, ¿qué habría hecho en su lugar? ¿Habría tenido la misma valentía, la misma fuerza? ¿Estoy realmente dispuesto a alimentarme de mi fe?

Todo esto parece muy lejos del espíritu de la Navidad. Sin embargo, es inseparable: aquí, o allí, compartimos la misma fe. Su Navidad es nuestra Navidad, sus oraciones son nuestras oraciones. Sin ellos para darnos ejemplo, en el fondo, ¿qué cristianos seríamos? Es nuestro apoyo, son nuestras oraciones, nuestros donativos, los que les ayudarán, poco a poco, mañana, a reconstruir sus vidas ahora entre paréntesis, a tener el coraje de permanecer en Irak y, un día, volver a casa.

Que la Virgen llevada a principios de diciembre desde Fourvière (Francia) por el cardenal Barbarin ayude a liberar pronto Mosul y la llanura de Nínive de la ocupación islamista, como protegió a los habitantes de Lyon de la peste.



Poneos en su lugar. Todo perdido de la noche a la mañana: vuestra casa, vuestro trabajo, vuestros bienes. Ser amenazado de muerte por los que eran vuestros vecinos. Y partir, abandonarlo todo, para convertiros en una familia de refugiados, a 100 kilómetros de vuestro hogar, en vuestro propio país.

Eso es lo que viven desde hace meses nuestros hermanos y hermanas de Irak, ellos que siempre han vivido en este país y han acogido antes a los que hoy los cazan.

Allí, en Ankawa, el suburbio cristiano de Erbil, capital del Kurdistán iraquí, lo provisional se transforma en duradero. Son decenas de miles de cristianos que se refugiaron allí el pasado agosto, huyendo de Mosul, Qaraqosh, la llanura de Nínive invadida por los asesinos de Daesh.

Están amontonados desde el verano pasado en tiendas, hangares, un hotel en construcción e incluso un centro comercial abandonado. Esperan. Entre la conversión, la muerte y la partida, escogieron –si se puede decir así- dejarlo todo atrás excepto su fe. Su único “crimen”: ser cristianos.

¡Qué lección de fe, de esperanza y de valentía nos dan! Y cuando te encuentras con ellos, cuando hablas con ellos, no preguntes cómo no trastornarse: y yo, ¿qué habría hecho en su lugar? ¿Habría tenido la misma valentía, la misma fuerza? ¿Estoy realmente dispuesto a alimentarme de mi fe?

Todo esto parece muy lejos del espíritu de la Navidad. Sin embargo, es inseparable: aquí, o allí, compartimos la misma fe. Su Navidad es nuestra Navidad, sus oraciones son nuestras oraciones. Sin ellos para darnos ejemplo, en el fondo, ¿qué cristianos seríamos? Es nuestro apoyo, son nuestras oraciones, nuestros donativos, los que les ayudarán, poco a poco, mañana, a reconstruir sus vidas ahora entre paréntesis, a tener el coraje de permanecer en Irak y, un día, volver a casa.

Que la Virgen llevada a principios de diciembre desde Fourvière (Francia) por el cardenal Barbarin ayude a liberar pronto Mosul y la llanura de Nínive de la ocupación islamista, como protegió a los habitantes de Lyon de la peste.

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