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¿Racistas?

Por Arturo Zárate Ruiz

Cuando uno consulta las estadísticas de pobreza en México, no es difícil concluir que vivimos en un país racista. Mientras que el 75% de la población indígena se encuentra en pobreza, sólo el 40% del resto de la población mexicana la sufre, según reporta el Coneval. Es decir, los indígenas siguen siendo los más marginados de las condiciones de bienestar a las que aspiramos todos los mexicanos.

Ciertamente hay actitudes muy extendidas que nos permiten afirmar dicho racismo, como la de chulear a bebitos güeros y con ojos azules; como, con condescendencia, extremarse aún más en decir que los niños prietitos “también, también” son bonitos, como si necesitáramos convencernos de ello, para aparentar que no se sufre racismo. Esta hipocresía ya la retrató con crudeza en el siglo pasado Flannery O’Connor al hablar de la relación paternalista de los blancos con los negros en Estados Unidos.

A ello podemos agregar las imágenes de nuestros programas de televisión y cine que privilegian a rostros con facciones europeas y relegan a rostros con facciones indígenas a roles de servidumbre. Aunque se quiso denunciar el racismo en la película Roma y mucho se celebra a Yalitza Aparicio, se le eligió después de todo para desempeñar el rol de sirvienta. A ver cuándo la eligen para un rol de Presidenta.

Pero como dice nuestro Presidente, “yo tengo otros datos” (que no contradicen necesariamente lo anterior).

Mi experiencia en centros laborales y escolares, que es una experiencia de años en varias ciudades de México, me muestra que allí ha habido de todo “racialmente”, y que se convive bien. Ciertamente he recibido motes de prieto, y mi hermano de negro, pero así nos llevamos padre, durante la carne asada, con los “güeros güerinches patas de chinche” y con “ojos color de moco”. Hay matrimonios de todos colores.

Lo que separa son más bien el dinero, pero aún más la educación y los valores diversos, y no se diga el pertenecer o no a comunidades muy sólidas, de rancias costumbres. Si uno es fuereño es difícil que a uno lo acepten en algún círculo ya existente de amigos, no por rechazo a uno, sino porque ese círculo ya está bien integrado. Lo que me ha tocado hacer entonces es lograr amistades con otros fuereños, ciertamente de todos colores. Lo que no quiere decir que no haya hecho amistades con los locales. En muchos lugares se facilita esto si tus niveles de ingreso y educativo son altos, al menos para conseguir un buen trabajo.

Separan con frecuencia el dinero y los valores. Yo ni de chiste entro en el club de golf. Y no porque me rechacen sino porque no tengo para pagar la entrada. Además, la gente que va allí, por el mero hecho de ir allí, exhibe valores que a mí no me interesan, aun cuando no sean malos. Aunque tengo un primo y varios conocidos con quienes convivo bien en otras circunstancias, en lo que concierne al golf, yo me autoexcluyo.

En lo personal, no le pongo peros al hacer amistad con personas de otras religiones o con ninguna. Pero no soy optimista respecto a los matrimonios interreligiosos, no sólo porque las estadísticas así lo confirman, sino por el choque que hay en los valores más centrales de los esposos.

La educación es una barrera importante. Sin ella se suelen tener menos oportunidades laborales y por tanto de ingreso. Ahora bien, sucede que entre la población indígena de México, uno de cada tres no ha acabado la primaria y más de uno de cada diez no habla español. Tal vez se les rechace en el trabajo e incluso en ciertos círculos sociales no por indígenas sino por su baja preparación.

Una barrera no de racismo sino de corrupción ha sido por muchas décadas el convertir a los pobres, en especial a los indígenas, en una mina para muchos políticos perversos. Crean programa tras programa contra la pobreza que no eliminan los rezagos de salud, vivienda y educación sino los perpetúan de tal modo que pueden, esos políticos, seguir distrayendo los recursos indefinidamente para sí, mientras prometen que ahora sí resolverán los problemas. Ladrones.

Entre otras barreras, hay una que levantan los mismos indígenas: la del resentimiento, y más si lo expresan a quienes no tienen ninguna culpa del rezago en que se ven sumidos.

Racismo o no, lo que urge es terminar con los rezagos en educación, salud y vivienda que sufren muchos indígenas particularmente. Pero para ello hay que vigilar bien a los políticos. Muchos, al dirigir esos programas, lo hacen no para resolver la pobreza sino para robar.

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