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«Yo te curo y Dios te sana»

San Martín de Porres era inteligente y tenía inclinación por la medicina. La profesión de barbero en aquella época estaba ligada con la aplicación de primeros auxilios; y esto lo vivió desde los 12 años de edad, cuando comenzó como aprendiz del barbero y boticario Mateo Pastor. Aprendió a sacar muelas, hacer purgas, poner ventosas, hacer sangrías y aplicar ungüentos, entre otras cosas. Además solía sembrar en un huerto una variedad de plantas que luego combinaba en remedios para los pobres y enfermos.

UN MÉDICO DE 15 AÑOS

Así se estuvo ganando la vida por tres años; y aunque obtenía un sueldo aceptable como ayudante del boticario, con lo que ganaba ayudaba a otros muchachos que no tenían medios económicos. Además, hacía labor voluntaria en hospitales, al tiempo que dedicaba muchas horas a la oración.

Su conocimiento médico era tan bueno que, cuando a los 15 años de edad ingresó al convento, los superiores le confiaron la enfermería a este adolescente.

CURAS SOBRENATURALES

Con el paso de los años su reputación como sanador se extendió más allá de los muros del monasterio, de manera que la gente comenzó a acudir a él, pues no sólo existía ya la certeza de que no se equivocaba en sus diagnósticos, sino que también tenía el carisma sobrenatural de sanar a los enfermos por el poder y la misericordia de Dios cuando la medicina natural no servía.

Así, además de atender a los frailes enfermos, san Martín comenzó a sanar a los enfermos y heridos pobres en la calle o donde quiera que los encontraba. Otras veces los cargaba sobre sus hombros y los llevaba a la enfermería del convento, o incluso los acostaba en su propio lecho para darles atención y cuidado.

Para san Martín era claro que es siempre la bondad del Señor la que interviene, ya sea de manera natural o sobrenatural, así que le explicaba a los enfermos: «Yo te curo y Dios te sana».

Por desgracia, comenzaron la incomprensión y las envidias entre algunos de sus hermanos dominicos. Además estaban fastidiados de que a la portería del convento acudieran todos los días montones de personas —sobre todo mujeres— buscando la ayuda milagrosa de san Martín, por lo que el padre Prior le prohibió realizar nada sobrenatural sin su consentimiento.

Por eso un día, cuando un albañil que hacía arreglos en el claustro del convento, resbaló desde un alto andamio y alcanzó a gritar en su caída: «¡Sálveme, fray Martín!», el santo lego alzó las manos haciendo que el trabajador quedara suspendido en el aire y le contestó:

«¡Espere, hermanito, que voy por la superior licencia!». Corrió san Martín por el padre Prior, quien al ver el prodigio le respondió: «¿Qué permiso te voy a dar si ya has hecho el milagro? En fin, anda y termínalo».

Este milagro hizo en Lima tanto ruido que no logró sino incrementar la fama de san Martín.

Su hermana Juana, que ya entonces estaba casada y tenía una buena posición social, le ofreció a san Martín su casa, a sólo dos cuadras del convento, para que ahí diera cobijo a enfermos y pobres, lo que supuso un respiro para el monasterio de los dominicos.

CUANDO LA CARIDAD SUPERA A LA OBEDIENCIA

Desde entonces fray Martín ya no tuvo permiso para llevar a los enfermos a la enfermería del convento, ya que ahora contaba con un lugar externo para atenderlos.

Pero cierto día un indígena fue acuchillado en la puerta del convento, y como no había tiempo para trasladarlo a la casa de Juana, san Martín lo metió a la enfermería del monasterio, donde le atendió salvándole la vida. Entonces su superior lo reprendió por haber pecado contra la obediencia. «En eso no pequé», respondió Martín. «¿Cómo que no?», impugnó el superior. Y el santo respondió: «Así es, Padre, porque creo que contra la caridad no hay precepto, ni siquiera el de la obediencia».

SIGNOS Y MILAGROS

A veces san Martín se valía de las cosas más diversas como signos que expresaban la intervención divina sanadora. Por ejemplo, alguna vez usó vino tibio, o bien fajas de paño para unir las piernas rotas de un niño. En una ocasión usó un pedazo de suela para curar la infección que sufría en el convento otro «donado» que era zapatero.

Cierta vez que se enfermó gravemente el obispo de La Paz estando de visita en Lima, pidió que llamaran a fray Martín para que fuera a curarlo, y el santo sólo tuvo que tocarlo en el pecho para que quedara libre de la enfermedad.

Fue el padre dominico Pedro Montesdoca que, enfermo de una pierna que debían amputarle al día siguiente, humilló a san Martín de Porres gritándole «¡Perro mulato!». Pues bien, en la víspera de la cirugía, el santo le llevó un platillo que en secreto el sacerdote había estado deseando: «Ea, padre, ¿está ya desenojado? Coma esta ensalada de alcaparras que le traigo». El enfermo le pidió perdón, y san Martín le impuso las manos en la pierna enferma, quedando curada.

San Martín y el diablo

Como ha ocurrido en la vida de gran número de santos, san Martín de Porres también debió enfrentarse a las manifestaciones demoníacas extraordinarias.

Había en el convento una escalera que bajaba de uno de los claustros a la enfermería, la cual ordinariamente estaba cerrada porque, cuando la abrían, no pasaba persona por ella que no se cayera y lastimara. En una ocasión fray Martín, usando la escalera, vio en un rincón al demonio y le preguntó qué hacía ahí; el ángel caído le contestó que tenía sus ganancias con los que pasaban por ahí. Entonces el santo, blandiendo su cinturón, lo corrió de ahí y le ordenó que se precipitara al Infierno luego hizo colocar ahí un crucifijo de madera, y desde entonces los accidentes en la escalera terminaron.

En las pocas veces que san Martín iba a su celda para dormir, el demonio llegó a introducirse y a golpear al santo. Una vez Satanás hasta le prendió fuego a la celda, por lo que san Martín gritó a sus hermanos para que lo ayudaran, y así apagaron el incendio. Prueba de la causa preternatural de aquel fuego es que, una vez apagado, no dejó señal alguna, ni siquiera olor a humo.

Pero la última batalla de san Martín contra Satanás fue en la noche que habría de morir. Enfermo de tifus exantemático, el santo limeño mismo había profetizado su muerte. Era de noche y estaba acostado en su celda, cuando los religiosos fueron a verlo; pero mientras se acercaban a su puerta, escucharon al siempre tranquilo, humilde y pacífico san Martín exclamar con voz fuerte y exaltada:

«¡Quita, maldito; vete de aquí, que no me han de vencer tus amenazas!».

Entendieron los frailes que luchaba contra el diablo, que aprovechaba los últimos momentos para tratar de hacerlo caer o al menos quitarle la paz. El Cielo respondió permitiendo que fay Martín, al momento de su muerte, pudiera ver a su lado a la Santísima Virgen María, a san José, a santo Domingo, a san Vicente Ferrer y a santa Catalina de Alejandría.

TEMA DE LA SEMANA: SAN MARTÍN DE PORRES; UN FRAILE, UNA ESCOBA Y LA PAZ

Publicado en la edición impresa de El Observador del 3 de noviembre de 2019 No.1269

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