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Por qué Dios no acaba ya con el mal

Pienso en el Reino de Dios. A veces quisiera que se manifestara de forma visible, para estar tranquilo, para ver que voy bien, para tener certezas.

Me gustaría que Jesús fuera tan poderoso que acabara con las guerras, con la muerte, con la enfermedad. Me gustaría que derribara todos los muros que me separan de tantos.

Me gustaría que destruyera mis deficiencias y acabara con mis debilidades, para poder ser fuerte. Que me sacara el aguijón de la carne que me hace sufrir y me impide llegar más lejos. Que limitara mis dolores, e hiciera posibles mis sueños, tantas veces incumplidos.

Me gustaría que acabara con la pobreza en mi vida, en la de tantos que sufren de forma injusta. Querría que acabara con esos sufrimientos incomprensibles que veo en tantas personas a mi alrededor.

Me gustaría que fuera tan poderoso que todos no tuvieran más remedio que creer en Él. Y lo alabaran por las obras de amor que ha hecho en sus vidas.

Me gustaría que derribara de sus tronos a los altaneros y a los orgullosos, a los ambiciosos y a los corruptos, a los vanidosos y a los mentirosos.

Me gustaría que su poder fuera ilimitado y yo lo viera actuando en mi carne, en mi vida. Me gustaría ver el cielo triunfante aquí en la tierra, por encima del pecado y de la muerte. Hoy escucho en boca del apóstol: 

“Gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. El nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados”.

Su reino no es de este mundo. Y a la vez está presente en él, en cada corazón que lo alaba y adora. Pero no lo veo, quisiera que se manifestara de otra forma. No de forma tan invisible.

Sé que no se va a manifestar a mi manera, sino a la suya. Eso lo sé, pero me cuesta no verlo rodeado de poder y majestad.

Sé que va a actuar como rey de forma oculta y no visible para los hombres. Mi corazón se turba. Va a hacerse fuerte en medio del misterio del dolor y de la cruz. Y no en la alegría y la felicidad que sólo en el cielo serán plenas.

Me asusta este reino aparentemente tan débil que parece incapaz de vencer ni al mal ni al odio. Ese reino impotente sucede aquí y ahora en medio de mi indigencia, oculto bajo la piel humana.

Y me cuesta que mi rey sea impotente, débil, crucificado, sin nada, indigente. Y me quedo pensando que el reino está dentro de mí mismo, en mi propio corazón, cuando me abro a Él como decía el Padre Kentenich:

Para hacer la guerra en el Reino de Dios se necesita oración. Y nosotros queremos hacer la guerra en el Reino de Dios. ¿Qué tenemos que hacer entonces? Debemos rezar, rezar y otra vez más, rezar. Que siempre brille y arda en mi corazón la lámpara de la oración perpetua. Doy mi vida por mis ovejas permanentemente, elevando mis pequeñas ovejas a Dios en mi corazón.

El reino se manifiesta en mi alma abierta a la gracia. En mi capacidad para acoger la vida que se me confía. Su reino se hace fuerte en mi debilidad.

Demasiadas paradojas. No las entiendo. Cuando miro dentro de mí veo sólo una lucha constante entre la luz y la oscuridad, entre la virtud y el pecado, entre la esperanza y el miedo.

Una lucha como la que mantiene el mundo cada amanecer en esa pugna entre el sol y las estrellas. Una lucha entre la noche que está muriendo y el día que comienza a nacer.

Esa misma lucha ocurre en mi alma, pero en ella aparentemente no vence siempre el sol. Reina la oscuridad tan a menudo y me da miedo no ver a ese Jesús que quiero que sea el rey de mi vida.

En mí son otros los que reinan, otros los que tienen poder sobre mí. Y me asusta mi propia impotencia para seguir a Jesús y proclamarlo rey de mi camino, de mis sueños, de mi vida. ¡Lo veo tan débil!

Quisiera que me defendiera en mis batallas. Y triunfara en mis derrotas. Que enmendara mis errores. Que resolviera mis desaciertos.

Quisiera que venciera en todas mis tentaciones. Y se hiciera fuerte cada vez que me desvío del camino marcado, el que me hace más pleno y feliz.

Su reino impotente me parece demasiado débil. Lo veo morir en la cruz y surge el desaliento. Ni siquiera Él pudo escapar del sufrimiento. ¿Qué me espera a mí que soy discípulo suyo? Prefiero burlarme de su fragilidad como hoy escucho:

“A otros salvó; que se salve a sí mismo si Él es el Cristo de Dios, el Elegido. También los soldados se burlaban de Él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: – Si Tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!”.

Y vuelvo a recordar en mi corazón que su reino no es de este mundo. No tiene las mismas categorías, no nace de la misma forma. Nace en lo oculto. Se hace fuerte en lo invisible. Cambia el mundo de forma silenciosa. No hace ruido. No quiere convencer a nadie a la fuerza.

El que acepta formar parte de ese reino no busca el reconocimiento del mundo. Ni su gloria. Ni sus aplausos. Busca la paz que deja ese nacimiento de Jesús en el alma. Ese reino de justicia y paz que nace en mi corazón y se hace visible en mis obras. Que son suyas.

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