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Las víctimas de Bojayá podrán descansar en paz

Yuber Palacios Córdoba nació en una panga en medio del río, cuando su mamá era trasladada a un hospital por complicaciones en el embarazo. Pero el riesgo que corrían la madre y el niño, los dolores de parto de doña Damaris y el precipitado nacimiento en una embarcación no se pueden comparar con lo que su familia vivió el 2 de mayo del año 2002. Ese día empezó un dolor que aún no sana.

Es una fecha triste para Colombia y especialmente para el departamento del Chocó, uno de los más olvidados y pobres del país. Allí, en la iglesia del municipio de Bojayá, murieron 100 personas al explotar un cilindro bomba en medio del fuego cruzado entre la guerrilla y los paramilitares. La peor masacre en la historia colombiana, en la que Yuber perdió 28 familiares entre primos, tíos y hermanos.

BOJAYA
@UnidadVictimas

“Fue una afectación grandísima, en realidad perdimos 100 familiares porque en Bojayá todos somos familia, no importa si no tenemos lazos de sangre. El conflicto se los llevó pero hoy nosotros le seguimos apostando a la paz”, aseguró a Aleteia este joven abogado que se ha convertido en uno de los voceros de las víctimas y asesor jurídico del comité que los representa. Es que en las comunidades afrodescendientes como la suya amigo es lo mismo que hermano, al vecino se le quiere igual que al primo.

Ese 2 de mayo, una pipeta lanzada por la guerrilla con el fin de acabar con los paramilitares que se escondían detrás del templo, explotó en el altar, justo donde se habían ubicado las mujeres embarazadas, niños y ancianos para respirar un poco mejor porque eran cerca de 400 personas las que habían buscado refugio en la casa de Dios. Como pudieron auxiliaron a los heridos y salieron hacia Vigía del Fuerte, población al otro lado del río.

El párraco, padre Antún Ramos, también nacido en una comunidad afro del pacífico colombiano, contó en una entrevista con el diario El Tiempo una de las escenas más duras en medio del dantesco panorama de muertos y heridos: “Llegaron unas guerrilleras que se pusieron a llorar diciendo: ‘¿Qué hicimos? Matamos civiles’. Varias de ellas, cuando vieron la magnitud de los hechos, se pusieron a vomitar y a llorar maldiciendo la guerra. Intuyo que varias de ellas eran madres y al ver tantos niños muertos y heridos les afectó”.

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La esperanza es más grande

No hay duda que la gente de Bojayá ha sido fuerte y han podido soportar el dolor porque, como dice Yuber Palacios, “la carga pesada se hace liviana cuando la cargamos entre todos y la esperanza ha sido más grande que el dolor”.  

Hoy, 17 años y seis meses después de la tragedia, por fin podrán sepultar a sus muertos siguiendo sus tradiciones. Sus seres queridos finalmente fueron identificados e individualizados y sus restos llegaron en pequeños cofres hasta la tierra que los vio nacer y en la que dejaron un importante legado que los sobrevivientes no permitirán que se olvide.

“Estos mártires no son cifras, son seres humanos que por fin tendrán cristiana sepultura”, contó Yuber en medio de los actos que se llevan a cabo esta semana. Después de una lucha de muchos años, en la que reclamaron al gobierno colombiano, lograron ser reconocidos en medio del proceso de paz y empezó otro viacrucis: exhumar los restos que estaban en fosas comunes.

Desde el 2017 y gracias a modernas técnicas genéticas, los expertos del Instituto de Medicina Legal empezaron a ponerle nombres a los restos que durante años habían permanecido mezclados y el lunes 11 de noviembre llegaron en helicópteros a Bojayá, un pueblo escondido a cuatro horas en lancha desde Quibdó (capital de Chocó), donde están realizando actos de entrega y despedida espiritual.

Lo primero que hicieron fue subir los cofres en canoas y llevarlos a los diferentes poblados ribereños que fueron testigos de esta tragedia. La procesión por ese río en que tantas veces nadaron, fue encabezada por la imagen del Cristo Mutilado que vio morir decenas de personas en esa iglesia y se conserva como símbolo de este doloroso capítulo. El mismo Cristo frente al que oró el papa Francisco durante su visita al país en el año 2017.

La despedida incluye un encuentro ecuménico -porque después del 2002 muchas personas pasaron a otras religiones-, eucaristías, acompañamiento sicológico y reuniones en las que han dado explicaciones técnico-científicas sobre los procedimientos utilizados para determinar la identidad de sus seres queridos.

El 17 de noviembre en la noche realizarán un velorio y amanecerán entonando bellos alabaos y gualíes. Los alabaos son cantos fúnebres nacidos del sincretismo que resultó del encuentro entre los misioneros franciscanos y las comunidades de regiones muy apartadas, la mayoría de ellas comunidades negras. Estos cánticos son tristes y sus letras recuerdan las virtudes el muerto, mientras que a los niños les cantan gualíes o chigualos, caracterizados por ser más alegres ya que ellos mueren sin pecado y van a la corte de los ángeles.

El 18, después de una Eucaristía, empezará la disposición final de los difuntos en un mausoleo especial, para terminar con lo que ellos llaman el levantamiento de tumbas (se recoge el altar construido con sábanas blancas y adornado con flores, mariposas, cintas negras, imágenes de la Virgen y de santos) en el que se despiden las almas y empiezan su camino al cielo.

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Es por esto que las víctimas de la peor tragedia en la guerra de Colombia no han podido descansar en paz, porque sus coterráneos no los han podido enterrar como sus tradiciones indican. Por eso la lucha incansable de Yuber, su hermano Leyner y tantos boyajacenses en su país y ante la comunidad internacional.

Tuvieron que esperar 17 años y seis meses para hacer el duelo y dar un paso grande en la sanación del dolor que llevan en el alma, para que se sigan materializando sus ilusiones porque, como dice Yúber Palacios, “Bojayá quiere seguir soñando y apostándole a la paz que ha sido arrebatada”.

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