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Jalogüin a la mexicana

Por Tomás de Híjar Ornelas

Está visto que cuando la cultura popular se sistematiza y las instituciones se sirven de ella para cargarle sus contenidos, se desarraiga de lo que le hizo nacer y se convierte la más de las veces en lo contrario a lo que inicialmente fue.

Es el caso, en el siglo XIX, de los elementos identitarios de los que el nacionalismo estatista se fue apoderando, tomándolos del pueblo, para potenciarlos desde su necesidad hegemónica y para implantar al menos la idea de objetivos en común entre las diversas pluralidades culturales gobernadas por un proyecto político común. Se implantaron así elementos corporativos que hoy son moneda corriente: bandera, himno, trajes típicos, folclore, culto a los héroes, calendarios cívicos.

En México, el nacionalismo del siglo pasado dio al sistema político mexicano la ocasión, sostenida con todo el empuje que en su tiempo tuvo el gobierno de un solo grupo, de invertir todos los recursos humanos y materiales disponibles para desarrollar desde una armadura centralista pero imperial, ese proyecto, al que se plegaron gustosos los intelectuales, artistas y líderes sociales con propósitos que a la postre terminaron siendo complementarios pero condenados a la vacuidad por una cerrazón que hasta la fecha perdura sin que nada la remedie: la base indocristiana de la cultura mexicana, tal y como se consolidó en el siglo XVII sin separarse de sus raíces amerindias, que es como decir, geográficas.

Ahora bien, Hispanoamérica tuvo como hilo conductor las modalidades del cristianismo que luego del Concilio de Trento se implementaron hasta darle forma en eso que de manera más bien caprichosa que objetiva suele denominarse cultura barroca, que vendría a ser la forma como cuajó la grenetina de una matriz en la que nace, digámoslo así, el primer fruto de la humanidad globalizada, esto es, la mezcla de América, Europa, Asia, África y Oceanía en ese mosaico tan abigarrado como intenso y al que apenas se le comienza a dar un estatus o reconocimiento en proyectos aún dispersos y sin líderes naturales.

Botón de lo dicho es la parafernalia que, en torno a la conmemoración de los fieles difuntos, hizo suya la Secretaría de Educación Pública en México a partir del año 2000, durante el gobierno de Vicente Fox, para reemplazar la implantación del jalogüin yanqui con el «día de muertos» y convertir las calaveritas de azúcar que tanto impactaron al cineasta soviético Serguéi Eisenstein cuando conoció nuestro país, al grado de lanzarle a producir la película ¡Que viva México!, en 1930, que dejó inconclusa, la cual es no sólo «el plan fílmico más grande y la mayor tragedia personal» de Eisenstein, como se le ha llamado, sino, de forma puntual, la esencia de la conmemoración de los fieles difuntos desde la percepción indocristiana, esto es, una forma de entender la vida como un proceso al que la muerte no aniquila sino que ésta, subsumida por aquella, prolonga en la eternidad una existencia distinta pero plena.

Lo más cercano y con tintes universales en este tópico ha sido en fechas muy cercanas la película animada estadounidense / mexicana Coco, de Lee Unkrich (2017), a la que se le escapa, sin embargo, la esencia, la certeza de la resurrección desde la perspectiva cristiana, esto es, la de gozar de la gloria de Dios.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 17 de noviembre de 2019 No.1271

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