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Decidas lo que decidas puedes ser feliz

Hay muchas maneras de enfocar la propia vida. Hay muchas formas de caminar. Hay muchos caminos posibles. Muchas elecciones. Quizás siempre la pregunta se centra en saber qué decisiones van a hacerme feliz.

O quizás, si he sido capaz de mirar más hondo, llego a entender que hay un camino que se adapta a mí, o yo a ese camino. Que hay huellas en las que caben mis pies, y otras que me quedan grandes o pequeñas.

Y a veces veo que podría haber recorrido otros caminos distintos. Pero quizás no eran los que Dios pensaba para mí. Y me quedo pensando en las decisiones pasadas, y en las que se abren ante mis ojos.

Recuerdo la voz de Dios y sus silencios. Pienso en los pasos errados y en los acertados. En las noches de invierno y en los días de sol. Pienso en el camino de mi vida. Y me gustan las palabras de santa Teresita:

“Todo está bien cuando no se busca más que la voluntad de Jesús. Por eso, yo, pobre florecilla, obedezco a Jesús, tratando de hacerle el gusto a mi Madre amada”.

Así de sencillo. Así de difícil. Encontrar que Dios tiene la respuesta que yo busco. Y que hay lugares en los que haré feliz a muchos, y lográndolo, seré yo feliz. Y hay otros lugares en los que no lograré la paz que sueño. Como decía María Rocío:

“Un hombre que confía sin tregua en la providencia de Dios, porque se sabe amado por Él. Que establece lazos de amor con todos y con todo. Que es y se siente libre, que aspira a sublimar su naturaleza humana dañada, ¿no es ya, en buena medida un hombre feliz?”.

En el camino está la felicidad. No tanto en la meta. En la lucha constante por acercarme a ese Dios que me resulta esquivo. En el esfuerzo por escuchar su voz que es un susurro. Y por cumplir aquello que me insinúa.

A veces no soy feliz porque no le pertenezco. Y no son míos sus deseos. Ni sus sentimientos los que habitan en mi alma. Y rezo con las palabras del padre José Kentenich:

“Hasta ahora tuve yo el timón en mis manos. En el barco de la vida a menudo te olvidé. Me volvía desvalido hacia ti de vez en cuando, Para que la barca navegara según mis planes. Concédeme, Padre por fin la conversión total. En Cristo quisiera anunciar al mundo entero: – El Padre tiene en sus manos el timón, aunque yo no sepa el destino ni la ruta. Ahora me dejo guiar ciegamente por ti. Quiero elegir solamente tu santa voluntad. Como tu amor me guarda siempre, cruzaré contigo noches y tinieblas”.

Quiero tener su voluntad en mi pecho. Quiero la conversión total que me cambie por entero. Quiero alcanzar las nubes que parecen tan lejanas.

Quiero retener el agua que corre en un torrente. Quiero abrazar los vientos que calman mis miedos. Quiero navegar más hondo sin temer la tormenta. Quiero ser yo mismo siempre en el corazón de Cristo.

Sé que si soy feliz haré felices a muchos. Y si me amargo amargaré a otros. Tengo claro que puedo correr más, aún tengo fuerzas.

Pero ni aun así sé si llegaré tan lejos como cuando me dejo llevar por su viento. A veces no me gustan tanto sus deseos. O no comprendo bien lo que me conviene. Y me aferro como un niño a su juguete perdido. Y deseo retener la ruta que ha recorrido mi barca.

Con lo sencillo que sería hacer siempre la voluntad de Dios… Y elegir cada día lo que más me conviene.

Pero no sé bien por qué me he creado dependencias demasiado absurdas. Y mis adicciones acaban por volverme loco. Y me empeño en querer hacerlo todo yo sin contar con nadie. A mi manera. Sin darme cuenta de que cuando voy solo lo hago todo mal. Y cuando me dejo complementar y ayudar todo va mejor.

Que no tengo siempre la última palabra. Ni lo sé todo. Ni hago bien todo lo que empiezo. Y mis miedos me detienen en medio del camino. Porque me asustan el fracaso y la muerte.

Quiero confiar más de lo que confío. Confiar en el camino trazado por el amor de Dios en mi alma. Dejar que sea Él quien lleve el timón de mi barca. Y no pretender ser yo el capitán de mi navío.

Dios me ama. Y eso me basta para ser feliz. Y yo sólo quiero aprender a amar desde mi torpeza.

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