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¿Un católico abandonado por su cónyuge puede pensar en una nueva unión?

A una querida amiga mía, tras veinte años de matrimonio, la dejó el marido. Es relativamente joven (aún no tiene cincuenta), tiene dos hijos grandes. En el círculo de nuestras amigas, varias la invitan a pensar en una nueva relación: de hecho es una pena verla sola. Como católica, no quiero unirme a ese coro: pero me pregunto si en un caso como el suyo no sería, por su bien, lo mejor.

Responder a una cuestión tan delicada sin conocer de cerca el caso concreto es un ejercicio de riesgo, una aventura que trata de aportar luces a otros casos que pueden ser similares, pero que quedará en la teoría hasta que aterrice en la situación personal.

Por eso, queremos aclarar que estas líneas -del sacerdote Francesco Romano, profesor de Derecho Canónico en la Universidad Teológica de Italia Central, y del equipo de la edición española de Aleteia- son sólo una descripción “fría” de lo que podríamos decir que es doctrina, así en general. ¡Cada caso es un mundo y sólo Dios conoce cada conciencia y tiene la llave de cada corazón!

Las situaciones en que pueden encontrarse las personas católicas cuyo matrimonio ha fracasado suscitan mucho interés. Está creciendo cada vez más el número de separaciones y divorcios tras un breve tiempo de convivencia conyugal, pero también el número de aquellos que después del divorcio emprenden un nuevo camino afectivo formando otra familia.

Desgraciadamente, como nos recuerda nuestra lectora, no faltan matrimonios que terminan tras muchos años desde su celebración.

Además aumenta el número de los que rechazan absolutamente tener una relación estable, es decir cualquier vínculo, no solo religioso, sino también civil.

Es necesario no subestimar, frente a este panorama, la influencia del contexto social y cultural, la falta de una adecuada preparación al matrimonio, la responsabilidad de uno o ambos cónyuges en la disgregación de la familia, o la dureza del corazón, de la que habla el Evangelio (Mt 19,8), que puede expresarse en actitudes de egoísmo, en la búsqueda de una libertad sin límite de ningún tipo, en la liberación de los deberes conyugales y familiares, en el rechazo a comprender y perdonar.

Además, la pérdida de las referencias de Dios vuelve más fácil justificar las situaciones matrimoniales irregulares.

El hombre y la mujer que se casan en el Señor están llamados a vivir su amor con un título nuevo, con esas características de unidad e indisolubilidad con las que está marcado el pacto conyugal.

El matrimonio, de hecho, une a los esposos para toda la vida con un vínculo que el sacramento vuelve sagrado y no depende del arbitrio de los hombres (cf. Gaudium et Spes, 48).

La lectora plantea una pregunta sobre el intento de aquellos que intentan dar una nueva salida afectiva a su vida después de la desintegración de su núcleo conyugal y familiar.

De hecho, a los ojos de la mayoría, parece inhumano limitar el derecho de una persona a crear una nueva familia y vida emocional, especialmente después de haber sufrido un divorcio sin su culpa.

La influencia del contexto social y cultural puede crear algunas graves dificultades alrededor del Evangelio y  de la indisolubilidad del matrimonio.

Otra cosa distinta es que el matrimonio no sea válido. Por eso, antes hay que someter ese matrimonio al discernimiento de la Iglesia, iniciando una causa de nulidad, si se considera que hay indicios.

Si después de ese proceso, la Iglesia llega a la conclusión de que ese primer matrimonio es válido ante Dios y ante los hombres, significa que ese vínculo matrimonial es un signo e instrumento de salvación que Dios regala.

Las instancias sociales y culturales, como también los efectos de la secularización, no pueden disminuir el valor social y eclesial esencial del matrimonio hasta el punto de entregarlo al arbitrio individual.

Ese valor no depende de la necesidad de aquellos que, en situaciones de vida tristemente marcadas por el fracaso de su unión, buscan caminos alternativos al sacramento del matrimonio que vuelve visible la unión indisoluble entre Cristo y la Iglesia.

El proceso de secularización ha llevado a muchos a rechazar la dimensión trascendente de la existencia hasta profundizar la fractura entre el amor del hombre y el amor de Dios, a rechazar a la Iglesia y los sacramentos como lugares en que se hace históricamente presente la revelación de Dios.

De esta manera, a la pérdida del sentido religioso del matrimonio se añade también la de su valor cristiano y eclesial.

La Iglesia, llamada a continuar con la misión de salvación del Señor, no puede apartarse de su enseñanza. Sin ningún compromiso siempre ha propuesto la verdad mostrándose acogedora y misericordiosa también hacia los pecadores: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,12-13).

La Iglesia no puede desviarse de la actitud de Cristo al reunir la claridad de los principios y la comprensión de la debilidad humana, siempre que sea en vista del arrepentimiento.

Los católicos están llamados a mostrar estima y solidaridad a quien, padeciendo el divorcio, mantiene la fidelidad conyugal y se compromete en la educación de los hijos y el cumplimento de las responsabilidades de la vida cristiana.

Quien se ha quedado a la fuerza solo y no busca un nuevo matrimonio civil se vuelve testigo del amor fiel de Dios que ha recibido como don por la gracia del sacramento del matrimonio y con el testimonio de su vida puede ayudar a aquellos que comparten la misma fe a no fallar en la inviolabilidad del vínculo conyugal.

Basado en un artículo publicado por Toscana Oggi

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