La sal y la sosa
Por Mario De Gasperín Gasperín
Las personas mayores recordarán que, durante el rito del bautizo, se daba al niño a probar algunos granos de sal.
El sacerdote le decía: «Recibe la sal de la sabiduría: que te sea de provecho para conseguir la vida eterna». La sal también se bendecía con una solemne oración: «Te exorcizo, sal, creatura de Dios, en Nombre del que te creó para protección del género humano»; y sigue orando el sacerdote para que el pequeño obtenga la gracia del Bautismo, no le falte el alimento espiritual y Dios lo proteja y libre de la corrupción de este mundo. También, en la bendición del agua, se ponía sal bendita para protección contra el maligno. En la Biblia, la sal se mezclaba con las víctimas de los sacrificios para darles validez ante Dios. El uso religioso de la sal era común. Este sabroso condimento sirvió a Jesús para remarcar la calidad de sus discípulos: «Ustedes son la sal de la tierra». La presencia de los cristianos en el mundo debe servir para darle buen sabor a la vida y evitar la corrupción. Si no lo hace, se vuelve sosa, desabrida y sin remedio.
Por razones higiénicas el rito de la sal se suprimió de la liturgia bautismal, pero también se debilitó su significado. La corrupción pasó a ser un tema menor de conciencia cuando es un tema mayor de sobrevivencia. Lo que se corrompe se pudre y se muere.
No tiene remedio posible. Ahora es un tema del que mucho se habla, con el riesgo de caer en la palabrería. Los remedios ofrecidos no han comprobado su eficacia. Un cáncer no se cura con cataplasmas.
Lo primero que hay que decir es que la corrupción viene de dentro. Del corazón humano. Si no hubiera corruptos no habría corrupción. Sólo sanando el corazón se puede curar. Y sanar un corazón es obra divina, no humana. David invocó el poder creador de Dios para que le recreara el corazón: «Crea en mí un corazón puro». Hablar en abstracto de la corrupción empaña el corazón. Hay que ponerle nombre y rostro, mirando primero la fe de bautizo. Omitirlo es ya complicidad.
La corrupción necesita cómplices para subsistir y propagarse. No hay corrupto sin corruptor, ni corruptor sin corrupto. La corrupción es promotora de sí misma. Es hábil en mercadotecnia: lo hace en silencio, a la callandita. El corrupto no anda a la luz del día, no camina a pie, pero tiene sus «comederos» llamados clubes o peñas; no frecuenta iglesias o templos, pero evita aparecer antirreligioso o descreído; suele utilizar la religión como blanqueador de fachadas, como los fariseos sus sepulcros.
El Papa nos enseñó a distinguir entre pecador y corrupto. Aunque todo corrupto es pecador, no todo pecador es corrupto. El corrupto es un pecador especializado en la maldad. Al mal llama bien y al bien, mal, según le convenga. Él tiene su verdad (subjetiva) y su moral (individualista), falsas ambas.
El pecador suele serlo por debilidad, por ignorancia o por malicia, pero se reconoce pecador y, con la ayuda de la gracia, puede arrepentirse y cambiar. El corrupto tiene endurecido el corazón y anestesiada el alma. Jesús era amigo de pecadores (Zaqueo, Leví, Magdalena), pero no de corruptos (Herodes, Pilatos).
Si la corrupción es un gravísimo mal social, la sentencia de Jesús es de muchísimo más peso moral y religioso: «Ustedes son la sal de la tierra. Y si la sal se pone sosa, ¿con qué se salará? Ya no sirve más que para tirarla a la calle y que la pise la gente».
Publicado en la edición impresa de El Observador del 18 de agosto de 2019 No.1258
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