Descubrió un terrible secreto al volver a su país de origen, pero contaba con una gran fuerza…
Peter Kibiru nació en Kenia pero fue adoptado por una familia en Barcelona. Después de vivir apasionantes aventuras, se encontró con su madre biológica en Londres, hace dos veranos, y volvió a Kenia con ella. “Fue el viaje más duro y más bonito que he hecho en mi vida. Vi el lugar donde crecí y donde jugaba de pequeño. La casa donde me crié, vista con mis ojos actuales, era pura miseria. Estaba todo lleno de basura”.
“Me di cuenta de lo que se me había querido por el hecho de tener todo lo que tenía ahora, frente a aquella pobre gente. Me sentí absolutamente preferido. Dios no me ha dado solo la vida. Me ha dado muchísimo más. Veo lo que ha hecho conmigo, cómo me ha ido construyendo”, reconoce.
En ese viaje también conoció a su padre, cuya presencia, afirma, no necesitaba tanto como la de la madre “porque la paternidad se me ha ido cumpliendo de otros modos, con otras personas”.
Y, viendo determinados lugares, verificó algo que él ya se temía: de niño había sufrido abusos. “Lo bonito es que cuando volví, con todo aquello despierto en mi memoria, tenía amigos a los que les podía explicar todo y sabía que me abrazarían por entero. Por eso, si no me hubiese encontrado a la Iglesia y a Cristo no sé qué me hubiese sucedido.”
A pesar de todo, quizás por todas esas experiencias negativas que retiene en la pupila, hay momentos de su vida en que se viene abajo, en que estalla.
“Pero voy descubriendo que incluso en ese hundimiento uno puede ser abrazado. Estoy marcado de por vida, pero, en ciertas amistades, hasta en eso se abre una oportunidad para descubrir que el mal en este mundo no vence. Que yo pueda compartir mi inmundicia y que alguien me pueda mirar bien en ese momento, eso le da un valor infinito al lugar humano que yo he encontrado.”
Gracias a ese abrazo que él ha recibido, siente un deseo irrefrenable de que éste se dilate, de compartirlo con otros. “En mi trabajo me he encontrado muchos casos de niños que han sufrido abusos. Yo no puedo dejar de compartir con los chavales todo lo que me ha pasado. La transformación que el Señor ha hecho en mi vida, que de la mierda más grande el Señor haya sacado relaciones bonitas con muchos chicos con problemas, es un milagro.”
Conoció que la jefa de la Fundación en la que trabaja como educador social ha inventado una terapia para los chicos que han sufrido abusos. Se llama la terapia de la patata. Se mete en una bolsa de plástico llena de agua una patata, que simboliza el corazón, con cuchillas de afeitar clavadas. La cierra. Agita la bolsa. Las cuchillas rajan la bolsa y el agua se escapa. “Hay heridas del corazón que no te dejan vivir”.
Explica cómo, un día, estaban su jefa, él y doce chavales. Después de menear la bolsa, su jefa le preguntó si él tenía algo que añadir y él contó su historia de abusos. Fruto de aquello salieron cuatro casos entre aquellos chicos.
“De ahí surgió una relación muy bonita entre mi jefa y yo. Queremos montar una Fundación sobre este tema, sensibilizando en torno al problema del secreto de los abusos. Si no lo cuentas y llegas a la certeza de que tu mal no es impedimento para la vida, al final te puede pasar como al cantante de Linkin’ Park, que había sufrido abusos de pequeño y que, teniéndolo todo, se quitó la vida.”
Peter ha hablado mucho y tiene que dejarme. Debe volver a casa. Quiere contemplar algo que era imposible hace 5 años. Tiene a sus dos madres juntas, en casa. Pasará unos días con ellas antes de irse de vacaciones con amigos a Calcuta, a ver lo que hacen allí las Misioneras de la madre Teresa y a ayudar en lo que sea posible.
Escuchado todo esto uno piensa algo extrañamente deseable: del puro sufrimiento puede manar la caridad.
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