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¿La elegancia está solo en el vestir?

No se trata de dar una definición más de elegancia; ya hay muchas y todos tenemos una visión intuitiva de lo que es una persona elegante.

Cuando hablamos de elegancia normalmente nos referimos a la forma de vestir,  pero sabemos que no es solamente eso, la elegancia nace del interior de la persona y se manifiesta naturalmente en el exterior. La elegancia envuelve todo el ser de la persona.

Por otra parte, es interesante y curioso saber que la elegancia guarda relación directa con alcanzar un excelente resultado de la forma más simple posible.

Por ejemplo, en la prueba de un teorema matemático se dice que tiene elegancia matemática si es sorprendentemente simple pero eficaz y constructivo. Igualmente, un programa informático es elegante si se utiliza una pequeña cantidad de códigos, de una manera muy ingeniosa, para un gran efecto. La elegancia es el atributo de ser excepcionalmente eficaz y sencillo.

Y más interesante, todavía, saber que la elegancia tiene su origen en el sentido de la propia dignidad, en la autoestima debidamente fundamentada.

El camino que se  inicia con la valoración de la  propia dignidad, pasa por la  vergüenza, pasa por el pudor y la compostura, para llegar finalmente a la elegancia.

El punto de coincidencia entre la elegancia científica, le elegancia moral y la estética está precisamente en la sencillez.

La elegancia es un valor que rige una conducta social en el actuar caracterizada por el esmero, la distinción, el buen gusto, la mesura, la discreción, la cortesía y los detalles con clase.

La elegancia es, sin lugar a duda, muestra de buena educación. La persona elegante cuida y valora a las personas y a las cosas. La elegancia no tiene edad, no pertenece a una sola condición o status social; la elegancia no es exclusiva de las mujeres, sino que es privilegio de todos los públicos, de todas las edades, sexo, temperamento, nivel social y económico.

La elegancia de una mujer puede dar pie a que el hombre descubra al caballero que lleva dentro. Una dama elegante se muestra en el hablar, en el caminar, al sentarse, al agacharse, al levantarse y, lógicamente, en la forma de vestir.

Una persona elegante vive la sociabilidad, la sobriedad, la mesura, la pulcritud, la modestia, el respeto, la prudencia y la afabilidad.

La persona elegante no es la que se viste al último grito de la moda, sino la que derrocha una conducta correcta.

La conducta vulgar y las expresiones groseras son muy frecuentes; ¿será que nos estamos acostumbrando a lo ordinario? Nuestros ambientes, tanto familiares como laborales están empleando la vulgaridad, la ordinariez, la falta de delicadeza, la falta de educación, de buenos modales, y todo esto se ha convertido en algo común,  reforzado por lo que nos brinda el cine, la música, la televisión o los videojuegos.

El materialismo, el consumismo, el alejamiento de Dios y de lo espiritual, son detonantes para el descuido de nuestra elegancia como personas.

Tenemos que despertar  la elegancia porque la aceleración y la ausencia de educación en valores han bajado el listón de nuestro tono humano.

Veamos un recorrido lógico de esa educación para la elegancia.

En primer lugar, un enfoque correcto de la vergüenza que tiene que ver directamente con la protección de la propia intimidad y de la autoestima.

Después, el pudor como expresión corporal espontánea del  derecho  a la intimidad y a la propia dignidad.

La manera quizá más grave de desposeer a la persona de su dignidad es violar su intimidad, exponerla a la vergüenza pública y privarla de seguir siendo dueña y señora de aquello que es sólo suyo: lo íntimo. Reservar a su verdadero dueño el don y el secreto que no deben ser comunicados más que a aquel a quien uno ama. Amar es donar la propia intimidad. Por eso ante el amado somos transparentes y auténticos siempre.

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