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Esta es la frase que habría que desterrar del lenguaje familiar

“No hace falta decirlo”, “es evidente”, “se da por supuesto”…, pensamos a menudo que todo está claro para las personas que nos rodean. Y ahí está el error: aunque es cierto que a veces hay cosas obvias, expresarlas en palabras vale más que el silencio o que una media frase murmurada entre dientes, que son fuente habitual de malentendidos  e interpretaciones erróneas.

Por otro lado, conviene repetir lo que se ha dicho cuando no estemos seguros o seguras de que nuestro mensaje se haya entendido bien. ¿En qué punto nos encontramos con nuestra forma de comunicarnos en familia? El niño pequeño, al ver llegar a su madre, grita y gesticula de alegría, mientras que el adolescente, sumergido en su smartphone, se limita a un pequeño gesto con la cabeza…

Nuestra comunicación tiene carencias, que sean “por estreñimiento verbal o por diarrea verbal”, eso depende de cada caso. Esforzarse en tener una buena comunicación es una señal de estima, un arte de saber estar presente para los demás día a día.

Humor, confianza en el otro y humildad, los tres pilares de una buena comunicación

Salpimentar la comunicación con una buena dosis de humor reduce el drama de ciertas situaciones y ayuda a ganar perspectiva. Saber reírse de uno mismo y de los fracasos es una señal de buena salud. El humor calma la mente y permite relativizar los malentendidos.

De igual manera, probablemente permitirá dar fluidez a las conversaciones el que sepamos detectar nuestra tendencia a creernos indispensables, cuando pensamos, por ejemplo: “es que sin mí no funciona nada”.

Algunas personas actúan como auténticos jefes detestables, siempre controlándolo todo, queriendo estar al corriente de todo, comentando todo lo que sucede, cosa que puede exasperar a los seres queridos. Aprender a confiar en los demás es el desafío de una buena comunicación.

Hay que aceptar que existen lagunas en la comunicación y que no hay por qué acusar al otro de tener malas intenciones. Por ejemplo: “Siempre me consideran el último mono, está claro que no valgo nada a sus ojos y que no le importa lo que piense…”. Es de humanos equivocarse, estar cansado o despistado.

Conviene dedicar tiempo a explicar lo que sintamos, sin acusaciones ni tonos recelosos: “Tengo la impresión de que no te interesas por mí… Igual me equivoco, pero lo siento así”. Expresar lo que sentimos ayudará al interlocutor reconsiderar pacíficamente sus palabras y aclarar sus ideas.

Pero, para ello, mejor no recurrir al momento de la emisión de su serie preferida o cuando esté delante del ordenador. No sirve repetir las cosas mil veces si la otra persona no está escuchando realmente. Y digamos las cosas con voz clara e inteligible, no murmurando entre dientes porque estamos enfadados o enfadadas.

Pablo nos anima a amarnos “respetándose y honrándose mutuamente” (Rm 12,10). Vale la pena esforzarse en valorar al otro y, sobre todo, ¡en decírselo! No esperemos a sentirnos bien con el otro para demostrarle nuestra estima y aprecio, porque los sentimientos a menudo son engañosos. Reconocer, agradecer, apreciar, decir por favor… Los conflictos a menudo nacen de falta de reconocimiento al otro.

¡Sabed aceptar a veces el proyecto o las ideas de los demás como mejores que las vuestras! Ayuda a preservar la unidad saber sacrificar de vez en cuando nuestras geniales ideas (porque, a nuestros parecer, las nuestras siempre lo son) en beneficio de las de los demás. 

¿Cómo conseguir la paz familiar?

“‘Si os indignáis, no llegareis a pecar; que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo’ (Ef 4,26). Por ello, nunca hay que terminar el día sin hacer las paces en la familia. Y, ¿cómo debo hacer las paces? ¿Ponerme de rodillas? ¡No! Solo un pequeño gesto, algo pequeño, y vuelve la armonía familiar. Basta una caricia, sin palabras. (…) Si tenemos que luchar contra un mal, hagámoslo, pero siempre digamos ‘no’ a la violencia interior” (Papa Francisco, Amoris Laetitia, 104).

No debemos acostarnos nunca enfadados. Conviene resolver las diferencias o decirse, al menos, “buenas noches”. Y también es de grandísima importancia la mirada. Hay miradas que matan y ojos tiernos que valoran.

“Eso es lo que expresan algunas quejas y reclamos que se escuchan en las familias: ‘Mi esposo no me mira, para él parece que soy invisible’. ‘Por favor, mírame cuando te hablo’. ‘Mi esposa ya no me mira, ahora solo tiene ojos para sus hijos’. ‘En mi casa yo no le importo a nadie, y ni siquiera me ven, como si no existiera’. El amor abre los ojos y permite ver, más allá de todo, cuánto vale un ser humano” (Papa Francisco).

El padre Joël Pralong, superior del Seminario Internacional de Sion (Suiza), es autor de ‘Aimer sa famille comme elle est’ (“Amar a la familia tal y como es”, editorial Béatitudes, diciembre de 2018)

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