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El guadalupanismo del ‘último tlamatini’, Miguel León-Portilla

Por Tomás de Híjar Ornelas

Si Dios quiere me manda a la nada.
Si Dios quiere, pues me llevará quién sabe a dónde
Miguel León-Portilla

El 1º de octubre del 2019, pocos días antes del inicio en Roma del Sínodo de la Amazonia, totalmente ligado a ese hábitat americano de vital importancia para la calidad del vida en el planeta, falleció en la Ciudad de México, a la edad de 93 años, Miguel León–Portilla, para algunos «el último sabio»,

a propósito de la lectura atenta y crítica que hizo de los cantares en el náhuatl clásico del siglo XVI que han llegado a nosotros, los cuales tradujo a nuestra lengua su mentor, el presbítero don Ángel María Garibay, y él hizo cantera de la que extrajo la sabiduría profunda y el pensamiento filosófico de los antiguos mexicanos.

Aunque sólo eso perpetúa su legado a la posteridad, hizo más: le dio al indocristianismo ese nivel que intuyó el autor de la Historia general de las cosas de Nueva España, fray Bernardino de Sahagún, en la que rescata la esencia del pensamiento profundo de las culturas amerindias hasta el siglo XVI y que León–Portilla hizo sintetizó en su esencia en su obra Tonantzin Guadalupe: pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el ‘Nicān mopōhua’, cuya lectura y glosa le permitieron demostrar que su autor fue un escritor eximio, indio náhuatl del siglo XVI, con toda probabilidad Antonio Valeriano, que junto con la sensibilidad de su cultura nativa tuvo también la cristiana, sirviéndose para ello del género poético náhuatl ‘cantar’ hasta elevarlo al rango de evangelio, es decir, de buena noticia, respecto al Hijo de la «Madre del verdadero Dios, por quien se vive», la Tonantzin-Guadalupe del Tepeyac.

Lo que pocos sabíamos es que Miguel León-Portilla un tiempo fue religioso de votos temporales de la Compañía de Jesús, de 1942 al 52; que en Ysleta College, en el Paso, Texas, hizo el postulantado – noviciado y aprendió hasta dominarlos el latín y el griego; que a la vuelta de tres años hizo los votos sagrados y regresó a México y luego, de nuevo, a Ysleta College, hasta licenciarse en filosofía por la Loyola University de Los Ángeles; que fue docente del Seminario Interdiocesano de Montezuma, Nuevo México y del Instituto Oriente de Puebla, residiendo en el cual pidió sus cartas dimisorias por fuertes dudas de fe, no obstante lo cual, aseveró hace poco, «No me arrepiento de haber permanecido con los jesuitas porque ahí aprendí lo que es puntualidad, formalidad y el estudio».

De nuevo en el siglo, al tiempo de revalidar sus estudios en la UNAM, quien fuera también sobrino del arqueólogo y antropólogo Manuel Gamio conoció a don Ángel María Garibay, el cual indujo la mente ordenadora de su pupilo a echarse a cuestas la sistematización del pensamiento filosófico universal de la civilización náhuatl, como lo irá haciendo en sus libros Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares (1961), El reverso de la conquista. Relaciones aztecas, mayas e incas (1964), Tiempo y realidad en el pensamiento maya (1968), México-Tenochtitlan, su espacio y tiempos sagrados (1979) y La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes (1993).

Aunque León-Portilla tomó distancia de las instituciones eclesiásticas o del clericalismo inoculado en ellas, su análisis de los textos compuestos en náhuatl clásico y su labor de rescate de una veta de pensamiento hasta elevarlo con holgura a la altura filosófica le elevan, al lado de Francisco Xavier Clavigero, al rango de haber sido la perla del humanismo mexicano cribado gracias a la ratio studiorum de la Compañía de Jesús. Descanse en paz.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 13 de octubre de 2019 No.1266

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