El desafío de integrar en la escuela a chicos con capacidades diferentes
Cuando se trata de integrar a chicos con discapacidad en los distintos niveles de escolaridad se presenta un desafío que no sólo implica al niño, sino que compromete a su familia, la institución, sus compañeros y toda la sociedad.
Si bien desde 2006 la ley de Educación de nuestro país contempla la integración “en todos los niveles y modalidades según las posibilidades de cada persona” (art. 26206), la realidad es que son pocos los colegios que la ponen en práctica, al menos en su totalidad. La barrera mayor a la que tienen que someterse los chicos a veces no es sólo una cuestión meramente edilicia que imposibilita el libre movimiento de quienes tienen algún impedimento físico, o la necesidad de un acompañante pedagógico, en casos de dificultades cognitivas, sino los prejuicios. Un tipo de discriminación sutil pero igual de dolorosa.
Felizmente, algunas escuelas católicas, desde una visión más completa del ser humano, parecen ofrecer un panorama diferente.
“En nuestro colegio partimos de la concepción que cada uno de nosotros somos seres únicos e irrepetibles, hechos a imagen y semejanza de Dios”, dice Luciana Molinari, directora del Instituto María Bianchi de Copello, del barrio porteño de Recoleta. La escuela, que pertenece a la vicaría de Educación del arzobispado de Buenos Aires, pone el acento en las cualidades personales y desde allí planea las prácticas escolares en torno a la inclusión.
Para Molinari, cada niño tiene su modo particular de acercarse al conocimiento, sus propios recursos, sus posibilidades y también sus dificultades físicas, cognitivas o emocionales. “Por eso, cuando hablamos de inclusión no nos centramos en la problemática de aquel que posee una patología o un certificado de discapacidad -señala-, sino que miramos a cada persona desde su individualidad y desde allí buscamos potenciar sus posibilidades”.
El mismo criterio se asume desde el Instituto Carlos Steeb -también perteneciente a la vicaría de Educación-, en el barrio Santa Rita, donde el rector Ariel Arévalo afirma que la escuela católica está llamada, por su esencia, a sentir la integración como una forma natural del desarrollo de toda acción educativa. “Si nos detenemos a observar el accionar de Jesús en su entrega amorosa a todos sus hermanos, la integración e inclusión caracterizan cada acto, cada escena, cada encuentro -define-, y no sólo en lo referente a las capacidades cognitivas o el nivel académico, sino también en la apertura para recibir a todos, más allá de sus diferencias sociales, culturales e incluso religiosas”.
“La idea es que todos podamos nutrirnos de las fortalezas de cada uno, crecer y aprender respetando al que piensa, siente o aprende de manera diferente”, opina Molinari. Y para ello, sugiere algunas herramientas prácticas, como modificar el espacio físico del aula sin temor a rotar los bancos y las sillas, ofrecer soportes como imágenes, recordatorios, tablas, registros. Generar un ambiente donde el acceso al conocimiento esté a la vista de todos, acortando o extendiendo las actividades. Simplificar o complejizar las tareas, promoviendo el trabajo colaborativo entre pares o entre los docentes y los niños. “En los casos particulares de la enseñanza de contenidos escolares, como Matemática o Prácticas del Lenguaje -opina- tienen que estar plenos de curiosidad, de valores, siempre orientados por la Palabra de Dios”.
También Arévalo entiende que desde lo religioso, “el proyecto de integración encuentra en la fe, el camino que ordena toda la propuesta, y en este sentido, la misericordia y la caridad son dos bastiones esenciales para ello”.
“Creo que todos tienen derecho a aprender -precisa Molinari- y es nuestra tarea (y nuestro deber) a la luz de los valores del amor, del bien, de la verdad y la justicia, encontrar formas para que puedan construir su propio proyecto de vida, como el mismo Jesús nos enseñó”.
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